jueves, 24 de diciembre de 2009

Vómito Mental sobre el Tió

El Tió... Llevo un mes royendo, a escondidas, antes de irme a la cama, manzanas, mandarinas, peras y kiwis por culpa del Tió, que me devuelve la mirada como si nada con ojos planos y desencajados, ligeramente borrosos, con sonrisa estúpida, con esa miniatura de barretina de tela áspera y barata clavada en la cabeza.
Se trata del Tió de mi hermana pequeña. Un minúsculo leño cilíndrico, no distinto de lo que ardería en una gran hoguera, pero que se salva porque cuenta con un sombrero tradicional, una cara basta, una nariz de corcho de botella y un par de patitas extraviadas, sustituídas también por tapones de corcho. En resumen, que es un tronco ligeramente antropomórfico. El primo feo de Pinocho.
Ese ser que dormita junto al enorme televisor de plasma me hizo descubrir cómo funciona normalmente el asunto tió en las casas catalanas.
Para empezar, he descubierto que hay hogares a los que llega de pronto, se planta ante la puerta y llama al timbre. En mi casa, en cambio, un padre de espalda achacosa o un sacrificado hermano mayor se encargan de localizarlo entre los múltiples altillos, limpiarlo de la ligera capa de hongos que le crece por encima y adecentarlo reparando narices o patichuelas estropeadas.
Además, descubrimiento curioso, he sabido que se le rinde una especie de culto en el que se alimenta al tronco, lógico si se tiene en cuenta que el objetivo final es que "cague".
Pero, ¿Qué come? y, lo más importante, ¿Qué caga?
La tradición suele indicar que produzca alimentos, del estilo de turrones y golosinas, pero no son pocas las veces que un niño hace rodar por las paredes un coche de origen Tionenco. Algunos padres, además, deciden que, qué diablos, este año le querían comprar a Susi unos esquís i que por qué no los caga el Tió.
¡ANORMALES! ¡La lógica de carácter mágico en la que se sustenta el Tió ya es lo suficientemente endeble como para que, encima, vayamos forzando las propias reglas internas del asunto!

Pero a mi me pasa una cosa, con todo esto del Tió. Estos pequeños tronquicillos con cara y barretina que se cubren con una mantita y se golpean con el palo de serie para que caguen Kinder SchocoBons me parecen ridículos. Antropológicamente fascinantes, sí. Una metáfora de la ganadería muy reveladora, vale. Pero ridículos.
Les falta el aura que había tenido la celebración cuando yo era pequeño:

En casa de mi abuela, había un Tió. Uno al que no se alimentaba. Uno que no aparecía con su cara de bobo a la puerta de casa o descendía de un altillo con el corcho de la nariz estropeado.
El Tió de mi infancia era un enorme tronco irregular, hueco, antiguo. Un elemento mágico sin caritas sonrientes, sin patitas, sin chorraditas.
Y no se le cubría con la mantita que rescatabas de un armario porque no estaba en ninguna cama en ese momento. El Tió se cubría con una recia tela de lana, de aspecto primitivo, campestre, salvaje.
Y lo golpeaba con viejos palos de escoba, más altos que yo, cantando largas invocaciones de lenguaje arcaico, y por tanto misterioso para un niño pequeño, hasta que partía el palo por la mitad.
No era un simpatico mickey mouse catalanista de madera. No era un bichito extraño que "cagaba" después de darle comiditas. "Cagar" era una palabra técnica, alejada del defecar normal y corriente. Mi tió era místico, primigenio, tenía un aura especial.
Era el primo de pueblo del cuerno de la abundancia.

Y ese es el tió que tendrán mis hijos.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Anatómica

Pocas veces sus padres se marchaban de viaje, al menos los dos juntos, pero no era la primera vez. Del mismo modo que en alguna ocasión sí que se había ido su hermana pequeña a dormir a casa de una amiga, o de los abuelos. Y, en todo caso, la asistenta estaba en casa, las 24 horas, residuo anacrónico de cuando la hermanita era todavía un bebé. Que uno de sus días libres coincidiese con los viajes en tándem paternales parecía muy improbable... Y que además su hermana faltase ese mismo día lo convertía ya en aparentemente imposible. Y aún así, había ocurrido en un par de ocasiones antes de esta.
En esos casos, Guillermo había invitado a sus amigotes a ver una película y estar charlando hasta las tantas, engullendo pizza y coca-cola... lo cual no era un plan tan distinto del que solía tener la mayoría de los viernes.
Pero esta vez se daban no solo las condiciones propicias de soledad, sino que las leyes de la probabilidad o se habían tomado unas vacaciones, o estaban encerradas en un ascensor o se habían vuelto completamente locas. Alguna extraña configuración de los astros había querido que, poco tiempo antes, Guillermo hubiese empezado su primera relación. Lo cual era ya una proeza de confabulación cósmica, pues este hecho en sí también era muy improbable. Que se lo dijesen a él, que con casi 20 años cumplidos había sufrido esta incapacidad del universo para permitirle una relación de pareja, o incluso una simple aproximación al género opuesto...
Pero la realidad no se queda nunca a medias. Dispuesta a rizar el rizo, había hecho que conociese a Ana, una chica atractiva y tímida que tampoco había tenido novio antes. Y ambos estaban a las puertas de cumplir los veinte.
En millones de millones de universos el curso natural de los acontecimientos habría hecho que nada de esto fuese posible... Pero en este, en uno de los pocos en los que se cumplía efectivamente lo que las leyes de la probabilidad casi casi descartaban, Ana estaba en casa de Guillermo, una noche en que los padres de éste participaban en un congreso en Melilla, su hermana pequeña había ido a casa de los abuelos a dormir porque le había apetecido y la ancianita canosa que la había acogido esa noche era incapaz de decirle que no y, además, se estaba desabrochando la brusa por primera vez delante de un chico.

Se habían besado, claro. Ya hacía tiempo que se besaban, y Guillermo sabía que, pese a la timidez de ella, él no era el primero. Pero nunca habían llegado más allá, ni con pareja ni sin ella, y por eso ahora Ana se sonrojaba mientras terminaba con los botones.
Ninguno de los dos había esperado esto, al menos esta noche. Una película, unos besos, unos abrazos, un sueño agradable abrazado al calor y al aroma del otro... Pero los besos y las caricias se habían fundido con otros deseos, más intensos, que habían exacerbado la pasión de esos besos y habían transformado los abrazos reparadores y apacibles en inquietos intentos de fusión corporal a través de la epidermis impenetrable.

Y ahora estaban uno frente al otro, envueltos en el calor del ambiente, frente al televisor que clamaba futilmente sus consignas de ficción y entretenimiento, sintiendo la textura aterciopelada del sofá con la carne desnuda y temblorosa. No se tocaban. Tras el bullir epiléptico que los había llevado a dejarse guiar por la excitación, se habían apartado uno del otro, llevados de la mano por un extraño pudor y timidez, y se habían desnudado metódicamente, con una ténue sonrisa.

Lo que pensó entonces Guillermo fue que la sensación de estar sentado en el sofá de siempre, donde había reposado cientos, miles, de veces, era muy diferente si se hacía con las nalgas desnudas. A continuación, se dio una bofetada mental. Pensar en esto cuando una chica preciosa, a la que quiere inmensamente, a la que desea desde hace tiempo, se encuentra frente a él deshaciendose con cuidado de las delicadas medias...
La piel de Ana se veía suave y agradable, en la penumbra surcada por la cambiante luz del televisor. Conocía bien esa cara de facciones amables, los ojos enormes y brillantes, la nariz fina rodeada de mínimas, casi invisibles, pecas pardas, los labios simpáticos e irresistibles. La cascada de cabellos espléndidos que, con su ligerísima ondulación enmarcaban en su oscuridad el cuello esbelto y guiaban la vista hacia los senos, estos ya desconocidos. Pequeños y firmes, invitantes, se movían perceptiblemente con la respiración, algo acelerados, de Ana. Eran muy distintos de los acartonados artificios quirúrgicos o rebosantes excesos biológicos con los que la pornografía articulaba gran parte de su discurso. No eran esos monstruosos artefactos sexuales dispuestos a abalanzarse sobre la presa incauta, sino unos seres pequeñitos y adorables, no muy distintos de la propia Ana. A Guillermo le era dificil no recrearse en su visión, en la que las manos sentían impulsos irrefrenables de participar, pero los ojos siguieron su camino, imperturbable.
La graciosa curva de la cintura, envidiable, mediterránea, se encargaba además de dar toda su belleza a las caderas que desembocaban en muslos que era dificil no querer acariciar.
Pero la visión de lo que alguna vez había oído nombrar como bajo vientre le chocó. Esa configuración... esa... esa ausencia.
Acostumbrado al cuerpo masculino, el vacío grotesco le provocó una extraña sensación. Ciertamente, no se percibía nada de esto en el porno, quizás porque el género indicaba que llenasen el vacío lo antes posible y cuanto más mejor. Pero la contemplación de ese pubis vacío, excitante y a la vez antinatural, lo llenaba de una extraña desazón.
De algún modo, en esa figura claramente humana que tenía delante se desdibujaba la percepción natural del interior del cuerpo, esa que no se basa en la biología sino en la intuición. Las cabezas humanas, por ejemplo, están vacías. La boca es un vacío, por el que se entra y se sale. La nariz, igual. A nadie le parece estrafalário que un pequeño personaje de dibujos animados pueda transitar de un oído a otro en un personaje mayor, pues ambas orejas "comunican".
Pero, bajando, el cuerpo de un hombre pasa a ser un amasijo de intestinos y de órganos. Una bolsa llena de carne con algunas pequeñas vías de salida. Un todo macizo, relleno, en el que una intrusión implica un daño, un apuñalamiento, cirugía.
Pero ahora, de pronto, veía un cuerpo femenino. Y su cuerpo, lejos de ser un todo macizo, un saco de entrañas, un monolito, era un raro vacío. La parte baja del cuerpo era una extraña concavidad interna, una configuración física antinatural que, como el troll que deambula con la cabeza debajo del brazo, causa una sensación extraña de grotesco extrañamiento.
Pero, a diferencia de con el monstruo, esta rareza morfológica producía también un imposible magnetismo, que vencía a cualquier otra sensación.

Puso una media a un lado de la butaca cercana al sofá, donde había dejado el resto de la ropa, y se empezó a quitar la otra. Fijó los ojos en los de él, en esos pequeños ojos verdes que habitaban la cara agradable que le devolvía la mirada. El pelo liso y pajizo que la coronaba, los hombros relativamente anchos, el escaso y casi albino pelo que poblaba su tórax pálido... Ya los conocía, pues ya había estado con él en la playa. De hecho, había sido allí dónde se habían conocido. Blanco como la leche, con el pelo y los ojos claros y el bañador de color tostado le había parecido un personaje salido de una vieja fotografía color sepia. Aunque entonces, como hoy, tenía los labios y los pezones de un todo rosado que siempre le había parecido que prometían un suave sabor a fresa.
Se fijó en que Guillermo la estaba mirando, y le resultó muy agradable, aunque a la vez excitó su timidez. Y, combatiéndola, se dio cuenta de que a ella le daba mucha vergüenza mirarle por debajo de la cintura. Eso ya no lo había visto en la playa, ni tampoco después, pues él no le iba muy a la zaga en cuanto a timidez. Pero miró y, sin saber que eso era lo mismo que le ocurría a él casi al mismo tiempo, una sensación inquietante se adueñó de ella. Qué forma tan extraña que adquiría el cuerpo masculino. De algún modo, el pene se le antojaba como un extraño miembro vestigial. Por debajo del cuello, el cuerpo humano se desparramaba en varios apéndices de estilos distintos. Los brazos, que de un modo casi fractal imitaban esa diversificación haciendo una miniatura de la misma en sus extremos, con los dedos. Las piernas, terminadas en una protuberancia extraña que, a su vez, terminaba en cinco extraños bultos. Y eso tenía que ser todo. Pero no. En el cuerpo masculino, en el cuerpo que tenía delante, habitaba un intento abortado de crear otro miembro. Una absurda trompa, con otros cúmulos carnosos y grotescos en la base, que se erguía temblorosa como un miserable animalillo, ciego y vulnerable. Un cuello antinatural, dónde no debía haber ninguno, que se movía como el pollo decapitado que aún sigue correteando por el corral. Un gemelo parasitario y subdesarrollado que, por unos instantes, le hizo pensar en cual de los dos llevaría la voz cantante.
Recordó unos dibujos animados que veía de pequeña, cuando su hermano mayor se hacía con el control del mando. En ella, pequeños seres homínidos controlaban a titánicos dinosaurios para llevar a cabo una lucha sin cuartel.
¿Era ese miembro que tanteaba el aire como un tembloroso anciano tubular un pequeño Jockey que dominaba al, a su lado, titánico y desprovisto de iniciativa dinosaurio que era Guillermo?

Pero pronto se deshicieron de estos extraños pensamientos, entregándose de nuevo a la contemplación sin extrañamiento del cuerpo del otro. Y, en esta dimensión del multiverso en la que los padres no estaban, la hermana tampoco, ni la asistenta, en esta realidad de entre millares en la que sí que se habían conocido, en la que ambos eran inexpertos en el mundo de las relaciones románticas, en la que esa noche estaban en el sofá de casa de él y en el que ambos tuvieron extraños pesamientos filosóficos al contemplarse mutuamente, en esta faceta de la existencia única entre el océano de océanos en las que las realidades se pierden y arremolinan como gotas de agua... En esta realidad en el que la probabilidad hacía la vista gorda, Guillermo y Ana se abrazaron, con la mirada y con el gesto, con los brazos y las piernas, con los labios y el aliento.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Otro fragmento abandonado

Otro fragmento, que, como mi blog, combina elementos autobiográficos con elementos puramente fictícios. Aunque no deja de tener gracia lo clarividente que fui con el personaje que está evidentemente basado en Santiago, teniendo en cuenta que hará unos tres años que escribí este texto.


"Se miró en el espejo del ascensor para ponerse bien la camisa. Instantes antes de que las puertas se hiciesen a un lado, cogió con un tintineo la bolsa de plástico. Su viejo hogar. El piso al que había llegado había sido testigo de su infancia, de su adolescencia, de sus problemas con los estudios, de sus cambios de personalidad y de estilo al madurar... El niño que había entrado por esa puerta por primera vez era grandote y rechoncho, con una melena rizadísima y dorada y una total inadaptación al mundo por su superdotación. El que ahora pisaba el felpudo ya superaba la treintena, no había conseguido librarse del todo del peso superfluo pero, en cambio, sí de la melena y estaba mucho mejor adaptado a la sociedad que su yo infantil. Llamó al timbre.

Con un ligero chirriar, la gruesa puerta se apartó para revelar la figura menuda de su madre. Pero antes incluso de poderla ver, lo que asaltó a Jonás fue el olor de la casa. ¿Por qué razón cada casa tenía un aroma tan concreto, tan distinto, del que todo el mundo era consciente excepto quien vivía en ella? A veces estos olores tenían elementos fácilmente reconocibles. Una colonia, un suavizante, una mascota, unas plantas, humedad... Pero incluso cuando era así, este elemento reconocible se encontraba entremezclado con cientos de olores irreconocibles, probablemente la suma de los olores de los muebles, de las paredes, del polvo, del sudor de los habitantes, de la comida guardada en los armarios y las arañas que viven escondidas en los huecos de detrás de la pared. El olor de los años, de la vida, sumados capa a capa para formar un todo difícilmente descriptible.

-Hola, mamá. –Dijo Jonás agachándose un poco para besarla- He traído champán.

-Hola hijito.-Ella hizo ademán de coger la bolsa- Dame, dame, que lo llevo a la cocina.

-No, espera, ya lo llevo yo, que en la bolsa también traigo el regalo de papá.

Se dirigieron a la cocina, donde el tic tac de un reloj de pared les dio la bienvenida al pequeño universo de comidas chisporroteantes y olorosas que se preparaban bajo la mirada experta de mamá y la mirada menos experta de la asistenta.

-Hola, Gladis. –Dijo Jonás metiendo el champán en la nevera- ¿Como lo lleva?

-Bien, señor Jonás –respondió, recatada, mientras se le quemaba un sofrito.

Habían tenido siempre muchos problemas para tener mujeres de la limpieza, asistentas o canguros varias. Las habían necesitado, especialmente cuando Jonás era pequeño, porque su madre era una eminente neurocirujana y su padre andaba de país en país por motivos de negocios. Pero todas se iban al poco tiempo de empezar a trabajar en casa. Por suerte, Gladis, una mujer chata, tosca y primitiva pero bondadosa y voluntariosa, se había quedado y llevaba ya en casa muchos años, encargándose de que la ropa estuviese planchada y el polvo no se acumulase por los rincones.

-¿Daniel ha llegado ya, mamá?

-Sí, con tu padre y con Sofía, en el salón.

-Voy a saludarlos. ¿Necesitarás ayuda?

-Vete tranquilo, ya te llamaré si quiero que hagas algo.

Pasó hacia el amplio comedor, donde en la mesa ya estaba un lujoso mantel de hilo, los platos buenos, las copas de cristal... Más allá, donde estaban los sofás, las butacas y el televisor, su hermano menor, Daniel, esperaba sentado junto a su eterna novia, Sofía. Él se levantó, con su camisa impolutamente planchada, los pantalones impecables y los zapatos relucientes, con los brazos extendidos.

-¡Jonás! Ves, era él quien llamaba, papá.

Se abrazaron. Sofía se levantó también, pese a que Jonás le pidió que no lo hiciera. Le dio dos besos, cariñosos y se volvió hacia su padre. Ahí estaba, sentado en el amplio sillón orejero. Papá. Si en cada hogar había en su aroma algún elemento que se reconocía fácilmente, en este era sin duda el olor de papá. Un olor fuerte, un extraño olor a sudor y madera quemada que emanaba por cada uno de los poros de su cuerpo.

-Hola, papá.-Jonás se aproximó a su padre y abrazó su inmenso cuerpo, cubierto de tentáculos serpenteantes y supurantes agallas. Mientras hundía los brazos entre los pliegues de piel gruesa y grasa amarillenta, papá emitió uno de sus profundos gorjeos de buey subacuático.

-He traído champán. –añadió Jonás mientras se sentaba en el otro sofá.

-¡Fenomenal! –Exclamó su hermano- Seguro que mamá se habrá puesto muy contenta.

-Sí, le gusta mucho. –Cruzó las piernas y sonrió al mirar a su hermano. De pequeños los habían comparado muchas veces con los hermanos Crane, de la serie Fraser. No se equivocaban. Su hermano, delgado y de aspecto impoluto y algo frágil, disfrutaba con el lujo como el sibarita que era. Jonás también lo hacía, pero en un grado mucho menor, y compartía con el protagonista de la serie un físico rotundo y restos de pelo rizado aferrados a un cráneo pelado. Incluso su padre disfrutaba de sentarse en su butaca favorita siempre que podía, como el padre del duo ficticio. Eso sí, los hermanos Krane eran psiquiatras y, en cambio, su hermano era un abogado de prestigio y Jonás un escritor de éxito muy moderado. Mientras pensaba todo esto, y Daniel llenaba la sala con su verborrea, sonó el timbre. Oh, sí, otra diferencia era que los hermanos Krane no tenían una hermana pequeña.

-¡Nadia! –Daniel se había levantado para recibirla con los brazos igual de extendidos que con Jonás.- ¿Como te va?

Mientras los demás la saludaban, mamá apareció por la puerta con su fuerza arrolladora ordenando que, ahora que todo el mundo había llegado, se sentasen a la mesa.

-Tu allí, Jonás. –Señalaba la madre- Y tú y Sofía podeis sentaros a ese lado, pero esperad, que pase papá.

La mole se deslizó pesadamente hasta el suelo y se arrastró en dirección hacia la mesa. Su avanzar no era como el de una babosa o una serpiente, sino más bien como la espuma de las olas, un remolino de piel grasienta cubierta de pequeñas cerdas y bultos, una procesión de tentáculos, picos y dientes que se engullen a sí mismos en un extraño rodar por la peluda alfombra. En otras épocas, a papá no le hubiese costado tanto subirse a la amplia silla que lo esperaba ante los finos platos de porcelana, pero, con la edad, su reptar y trepar se había vuelto menos ágil. Aunque que a nadie se le ocurriese ayudarle, porque se ponía hecho una furia entre gruñidos y graznidos capaces de hacer estallar una de las preciadas copas que aguardaban el champán. Cuando su masa bamboleante se hubo instalado, los demás prosiguieron.

Al lado de papá se sentaban Daniel y Nadia. Sofía y Jonás, en cambio, estaban a los lados de mamá, que tenía a Papá justo enfrente. Gladis apareció arrastrando un carrito con las fuentes y los platos en que se serviría el primero, un arroz negro que mamá había aprendido a hacer de la abuela.

-Bueno, pasadle este plato a papá. Un buen plato para ti, Jonás, ya lo sé. ¡No me vengas con que estás de régimen! –Con destreza envidiable, la anciana madre repartía el arroz e impartía ordenes con la seguridad de quien está acostumbrado a mandar y ser obedecido sin rechistar.-Y tú, Sofía, ¿Cuanto querrás? Poco, para variar... toma, toma. ¿Nadia?

Jonás miró a su hermana pequeña. Había nacido más de diez años después que él, y fue una verdadera sorpresa. Era la más distinta de los hermanos, sólo hacía falta observar como se vestía. Lejos del estilo pijo y repeinado de Jonás y, especialmente, de Daniel, Nadia se envolvía con ropa barata y colorista, al borde del horterismo pero sin cruzar esta linea del mal gusto, dándole un aspecto desenfadado y juvenil. Las diferencias eran aún mayores cuando se observaba su trayectoria vital. Tan superdotada como sus hermanos, o incluso más, nunca estuvo inadaptada ni dependió tanto de la protección del hogar. A los veintidós años, justo al acabar la carrera de periodismo, se emancipó para irse a vivir con su novio. Un joven estudiante de medicina que le caía muy bien a mamá, que siempre había deseado tener un hijo médico.

-¿Dónde está Miguel? –Preguntó Daniel, refiriéndose al novio.

- Hoy le tocaba ir a cuidar a su abuelo, ya sabeis que está enfermo. –explicó ella mientras se llenaba la boca de arroz teñido de sepia- Pero os manda muchos recuerdos y felicidades a papá por su cumpleaños.

-¿Lo has oido, cariño? –mamá se peleaba con un crustáceo de los que complementaban el arroz. Papá siguió llevándose puñados de arroz de forma febril a los pliegues del cuerpo abultado- ¡Me encanta este chico!

La verdad es que Nadia había encontrado a un buen novio. Era el de toda la vida, y estaban juntos desde la época del instituto en una relación estable y saludable, en que no parecía haber más problemas de los que provoca una convivencia cordial. Ciertamente, la relación se beneficiaba de que la actitud de mamá era muy distinta que cuando Daniel o Jonás pasaron por la misma situación... No había dejado de considerar malo el sexo prematrimonial, por ejemplo, pero tampoco imponía su criterio con la agresividad con la que lo había hecho con sus otros dos hijos. Y cuando Daniel tenía veintidós años, su madre seguía considerando el vivir en pareja sin casarse una tontería... cuando Nadia lo hizo, pese a que no le encantó la idea, ya la toleraba y, hasta cierto punto, comprendía.

Jonás observaba a su hermana y la veía alegre y distendida, algo que no se podía decir de Daniel o de él mismo. Al fondo, papá absorbía los granos de arroz entre los michelines. El papá que Nadia había conocido también era muy distinto del que vivieron los dos hermanos mayores. Cuando Jonás era pequeño, su padre todavía se estaba introduciendo en el mundo de la farmacología y la medicina, por lo que pasaba las tardes con él, viendo la televisión o jugando con el balón. Jonás incluso recordaba a su padre cuando todavía tenía algunos ojos.

Unos años después, la situación ya era diferente. Jonás desvió la mirada hacia su hermano pequeño. Con su pelo peinado al milímetro, su camisa italiana con las iniciales bordadas, los gemelos de diseño exclusivo, y la sonrisa siempre lista, la sintiese o no. Daniel conoció a un padre ausente, que se pasaba el día yendo de laboratorio en laboratorio, de una parte del mundo a otra, para que experimentasen con él.

Jonás sospechaba que, cuando su madre había empezado a ganar prestigio, también había empezado a ganar más dinero que él. Así que dejó de desear las tardes libres, llenándolas de experimentos. Ciertamente, los frutos fueron importantes, gracias a él se desarrollaron curas a graves enfermedades autoinmunes, sueros que mejoraban la cicatrización, nuevas formas de conseguir insulina eficaz para combatir la diabetes... Pero para Daniel, su padre no fue más que alguien que aparecía de vez en cuando por casa para gruñir y gritar arañando las paredes con sus espolones y destrozando jarrones y cuadros con sus tentáculos y pseudopodios. Porque en esa época, papá estaba irritable y violento, probablemente al gran número de experimentos a los que se sometía. Unida a la personalidad autoritaria y controladora de su madre, mucho más que en los años de infancia de Jonás, en los que estaba mucho más relajada, esta situación explicaba muy bien el hombre en que Daniel se había convertido. Un ser perfeccionista, siempre aterrado de no ser perfecto y de no estar a la altura. ¿Y si su eterna novia, Sofía, lo era eternamente, no sería porque él estaba aterrorizado del matrimonio, viendo la situación de tensión e infelicidad del matrimonio de sus padres durante su infancia?

-¡Jonás, estás muy callado!- le dijo, de pronto, Sofía.

Era una mujer alta y frágil, de tez muy pálida moteada por innumerables pecas pardas y rojizas, de un tono parecido al de su pelo. Jonás y ella siempre se habían entendido bien, pues pese a que en el físico eran totalmente opuestos, tenían personalidades parecidas. Una forma similar de ver el mundo, unos gustos bastante coincidentes... Y los dos eran artistas.

-Sí, es verdad. Yo estaba...

-¡Bah, déjalo en paz! –interrumpió mamá.- a lo mejor estaba pensando en esa chica, ¿Como se llamaba? ¿Juana? O, no sé, pensando el argumento de una novela... Venga, pasadme los platos que os sirvo la carne.

Si al final mamá había aceptado que Jonás fuese artista, era porque se trataba de su hijo. No había pasado lo mismo con Sofía, con quien no congeniaba. Era, probablemente, de las pocas cosas que su madre no aceptaba a las que Daniel no había renunciado.

En realidad, los artistas de la mesa eran tres. Jonás era escritor, Sofía se dedicaba a la escultura y a Nadia, en cambio, le gustaba la pintura. La compaginaba con su profesión de periodista y había conseguido más renombre que Sofía y Jonás juntos.

-No, Juana es... no es más que una amiga...

-¡No te enteras, mamá! –Nadia reía mientras se ajustaba de nuevo el pelo que se le había soltado con un clip de Hello Kitty- ¡La chica que tu dices era Cristina!

-¡Ah, es verdad! –Daniel le guiñó el ojo a Jonás- ¿Como van las cosas con Cristina?

-Bueno, bien, supongo. –Jonás desviaba la mirada hacia la carne, cortándola como si le conllevase un gran esfuerzo- La verdad es que hace unas semanas que no sé de ella.

-Oh.

-Bueno, bueno, -la voz de mamá se abalanzó para que no se produjese un incómodo silencio- dejadlo tranquilo y pasadme los platos los que queráis patatas o alcachofa frita.

Era curioso. Aunque "

martes, 1 de diciembre de 2009

Pitonisa??

Hacía mucho tiempo que no veía a sus dos amigas. Una, la del pelo liso, se había sentado a su lado y la otra, la del pelo rojo, delante de él. Les trajeron la comida, asiática, para compartir. Pero la que se atrevió a empezar no era ni la amiga de enfrente ni la de al lado. Era una amiga de ellas, y tenía el pelo rizado.
Él la conocía, más de fama que de otra cosa: una vez que lloriqueaba que "¡A qué clase de mujer podría atraerle!", la habían puesto como ejemplo de una chica a la que sabían que podía gustarle alguien como él.
En todo caso, eran todo hipótesis, y ni él estaba especialmente interesado en materializarlas ni ella en abandonar su próspera relación en curso, pero se cayeron bien.
Ya durante la cena, él se fijó en lo curioso del personaje. Muy menuda, los ojos eran pequeños y prietos, hogar de una astucia y desparpajo propios del zorro que juega sabiendo que va a ganar.
Cuando se levantaron de la mesa, los platos vacíos de pitanzas orientales, se fijó en sus movimientos, a la vez hombrunos, por su contundencia, y femeninos, por su precisión. Había un "algo" muy particular en la decisión y el aplomo de su caminar, la absoluta certeza que destilaba su andar.
No le extrañó que, una vez en el bar donde iban a tomar unas copas, la chica del pelo rizado sacase una baraja de cartas y se ofreciese a adivinarles el futuro amoroso. Había algo en esa aura de superioridad y decisión, y especialmente en la incongruencia entre ésta y el físico menudo, que podría servir para decidir que quizás sí que había algo de bruja en ella.
Al fin y al cabo, las brujas se mueven de tres en tres, ¿No es cierto? Quizás había estado toda la noche en un pequeño aquelarre urbano y no se había dado cuenta.
Se divirtió pensando cual podía ser cual. ¿La madre? ¿La doncella? ¿La vieja urraca? Su amor por el folklore lo entretuvo un rato, y aunque él nunca había creído en estas cosas, le siguió el juego.
Se trataba de pensar en una mujer en la que uno tuviese interés. Las cartas dictaminarían entonces el futuro de la relación. Un rey: amistad. Dos reyes: Sexo. Tres: Relación estable. Cuatro: Un amor eterno.
Sin calcularlas, la mente algo alcoholizada ya de él pensó en que las probabilidades de que saliesen ciertos reyes eran más o menos congruentes con las posibilidades de conseguir una cosa u otra de una mujer. Era un puro juego matemático que, por lógica, se acababa correspondiendo muchas veces con los acontecimientos reales. La magia, si era lo suficientemente primitiva, era indistinguible de la ciencia.
Las cartas se revolcaban por la mesa, los ojos astutos las vigilaban con severidad. Las tres mujeres, todas menudas, todas vestidas de negro, sí podrían haber sido hechiceras.
¿Pero no se bailaba, en los aquelarres? Sí se bebía, sí se hacía en la oscuridad, pero no en un bar del Raval, perfectamente vestidas y chupeteando un mojito.
El resultado fue de dos cartas. ¿La chica en que él había pensado, alguien a quien en realidad conocía casi casi solo de vista, y a quién había recurrido mentalmente más por pereza mental que por otra cosa, acabaría con él en la cama?
Las cartas para adivinar el futuro eran, claramente, una chorrada. Por muy tríada de brujas que pudiesen ser, por mucho que se vistieran de negro, y aunque al final incluso consiguiese asignarle un papel a cada una, él no creía en esas cosas.

Pero durante los días siguientes, cada vez que recordaba el resultado de las cartas, no podía evitar sonreír. Quizás... quizás no se lo acababa de creer precisamente porque no había sabido decir qué bruja era cada una de sus amigas. Quizás, si conseguía descubrirlo, la realidad se haría aparente y vería con claridad que la predicción era una verdad que esperaba solamente el tiempo adecuado para cumplirse...

Pronto echaba estas elucubraciones estúpidas de su mente y se dedicaba a otra cosa... pero, al cabo de un tiempo, inesperada, la sonrisa volvía y el ánimo se le alegraba, por muy escéptico que pudiera ser.