jueves, 5 de agosto de 2010

Humo

El ambiente de la casa era denso, nauseabundo y nublado. La casa donde se había criado, donde había vivido desde los seis años, indundada por el humo. No había vuelto desde la migración, y él había cambiado mucho. De pequeñajo y regordete, a alto y espigado. De corto pelo de cepillo a estilosas melenas de diseñador gráfico. De niñito incomprendido a joven feliz y exitoso.
En realidad, no habría regresado si de él hubiese dependido. Pero ahí estaba.
El transporte les había dejado, a él y al autómata, en la entrada, para alejarse al instante y evitar los efectos nocivos del humo. Afortunadamente, como en los tiempos de su infancia, el portero no estaba en su sitio. Mientras subían por las escaleras lóbregas, no encontraron a ninguno de los vecinos. Eduardo no sabía cuales estarían por allí todavía, pero no tenía ningún interés en encontrárselos. El loco del sexto. El tuerto del segundo. La vieja del tercero, con sus perros eternamente pegados a los talones. No quería ni imaginar cómo serían ahora.
Y, por fin, llegaron a la puerta de su casa. Del Cuarto Segunda.
El autómata, de aspecto parecido al del carbón debido al recubrimiento protector, se hizo adelante y forzó la puerta, con la brutal delicadeza de la que sólo son capaces los seres automáticos. Entró un par de pasos, apuntando por si acaso con la Kalashnikov. Con un gesto de su cara de radiador le hizo entender a Eduardo que pasara, que el terreno estaba libre. Entró, pero intranquilo. Por un lado, no podía llevar armas. No solo eran órdenes rituales, venidas de las altas esferas, sino que además era pura física. Con una mano debía controlar la manguera que llevaba conectada al bidón de la espalda. Con el otro, debía llevarse el vaso de plástico, que llenaba cada pocos minutos con el líquido negro y espeso que le permitía seguir con vida, a la boca. Por otra parte, habían pasado muchos años desde que había estado en ese recibidor por última vez, y la emoción y la incertidumbre le abrumaban. El reloj de la entrada, antiguo y siempre parado, parecía vivo, o más bien agonizante, entre la niebla oscura. En la casa no se oía nada concreto, pero estaba llena del sonido que, quizás, haría un viejo gramófono cubierto de gelatina. Una suave interferencia parecida al respirar de un ser inefable, un ambiente de suaves ronquidos de brontosaurio borracho.
Eduardo se hacía deslizar el magma negro y alquitranoso por la garganta a intervalos regulares, mientras avanzaba. Los pasos sobre las viejas y polvorientas alfombras no conseguían levantar más que un confuso murmullo. Los ojos azules, enanas blancas en las cuencas cibernéticas del autómata, penetraban la extraña luz de la casa, que lo amortiguaba todo dándole un aspecto de tumba subacuática.
El salón, enorme, vacío como el interior de una ballena disecada. Desde los cuadros, las figuras con ojos parecían devolverle una mirada vidriosa, desprovista de vida pero llena de intención. Los que no tenían ojos, casi tenían una mirada más pavorosa.
Eduardo avanzó, junto al sofá, bordeando la mesa redonda alrededor de la cual habían cenado él y sus padres durante más de una década. Parecía un extraño tronco amorfo y abandonado, entre el resto de imágenes espectrales de su pasado que se erguían alrededor. Se quedó quieto ante la puerta que comunicaba el comedor con el pasillo, observando las figuritas que había sobre la cómoda que reposaba sobre la pared del fondo. Las había traído él, de un viaje hecho con el colegio. Sintió la tentación de recuperarlas, de recuperar esos regalos comprados con esfuerzo, con el sacrificio de una estupenda máscara veneciana que no pudo comprar si deseaba obsequiar a sus padres con algo bonito. Pero, recordó la película que había devorado tantas veces en su infancia, al entrar en la cueva de las maravillas, uno debía ignorar todos los tesoros... menos el que había venido a buscar. La lámpara mágica. El Macguffin milagroso. Además, tenía las manos ocupadas. No habría sabido cómo llevarlo.
Su autómata interpretó esa parada como una señal para que se asegurase de que la via estaba libre. Con quirúrgica velocidad, abrió la puerta y comprobó que el pasillo estaba vacío. A la derecha, la puerta de la cocina. Más allá, al fondo, las puertas de los cuartos.
Entraron en ese intestino cuadrado y nauseabundo, y Eduardo prefirió dejar de visitar su viejo cuarto. No quería pifiarla. Sólo podría efectuar una pausa ritual en sus libaciones protectoras, y no podía malgastarlas en sentimentalismos peligrosos. Tragando líquido negro, siguió más adelante, hasta pasar por enfrente de la puerta del cuarto de invitados. Un ruido le sobresaltó. Un rugido. Un vómito sonoro e inconexo de sílabas y gruñidos. El autómata se dispuso a entrar en acción. De una patada, echó la puerta abajo. Arma en ristre, entró en el cuarto, seguido de cerca por un asustado, pero curioso, Eduardo.
Encadenado a la pared, un ser grotesco, de piel dura y espesa como la de un rinoceronte secado al sol. Las fosas nasales abiertas, la boca sin labios y repleta de minúsculos dientes oscuros abierta y babeante, los mínimos ojos de pescado miope desencajados pero concentrados en las figuras que acababan de entrar. Tiraba con fuerza de las cadenas, que sonaban con tintineos desagradablemente graves, mientras el pelo blanco y gruesamente rizado se le erizaba como el de una bestia salvaje.
Así que esto era lo que había sido de papá.
Eduardo avanzó un par de pasos más. El ser, furibundo, intentaba abalanzarse sobre él. De sus ropas, sólo quedaban andrajos. Podía ver la cicatriz del bypass que le habían tenido que hacer a su padre cuando él apenas acababa de entrar en la adolescencia. Las uñas le habían crecido, como enmohecidas conchas marinas, y su pene grotesco colgaba en violentos vaivenes, entre los harapos como una fea e inútil trompa.
Asqueado, Eduardo se marchó, precedido por el obediente autómata, y cerró la puerta, maltrecha. Era una suerte que lo que había venido a hacer no tuviese nada que ver con papá. O con lo que fuese ahora, esa especie de animal.
Pudieron dar pocos pasos antes de oir una voz.
Del fondo del pasillo, del cuarto de sus padres, la voz que casi había olvidado pero que nunca llegaría a olvidar de verdad.
Desde detrás de la puerta entreabierta, mamá llamaba.
"Eduardín. ¿Eres tu?"
Eduardín dio un paso. Y otro. Y otro. La voz de mamá. La voz que oyó cada día durante nueve meses mientras todavía era un amasijo de células cada vez más parecidas a un ser humano convencional. La voz que le animaba y le reprimendaba en su infancia, que le hablaba mal de sus novias cuando las traía a casa y le consolaba cuando se marchaban definitivamente.
Esa voz, perdida para siempre, que ahora le llamaba. ¿Cómo negarse?
Llegó ante la puerta. La abrió, lentamente.
El cuarto estaba inundado de la misma luz crepuscular y subacuática que el resto de la casa. Detrás de la cama de matrimonio, perpendicular a la pared derecha, mamá estaba de espaldas, ordenando los objetos que había sobre la cómoda.
Pareció que los ojos se giraban antes que el resto de la figura gris y marchita. Eran los ojos de mamá, los de siempre, pero mayores, grandes como los de un bebé, como los de un buho, como los de un buey. Pese a todo, la vieja cara seguía siendo la misma. Los mismos labios, aunque ahora eran de color blanco azulado. La misma nariz, aunque ahora parecía precariamente pegada al resto de la piel. Esa incipiente papada de pellejo suelto, que tanto la había incomodado, ahora colgaba a sus anchas.
Había dejado lo que fuera que tuviese en las manos, y ahora pendían ante su pecho, como las orejas de un sabueso cansado y abatido.
"¡Sí eres tu, Eduardín! ¿Traes a un amigo?"
El autómata la apuntaba insistente y sereno con el arma. Eduardo tenía dificultades para tragar el brebaje oscuro.
"Espero que no te de vergüenza darle un beso a tu mamá enfrente de tu amigüito" dijo ella avanzando, sorteando la cama. Extendió los brazos, huesos envueltos en una endeble cobertura pendulante. "Ven, ven a darle un beso a mamá".
Cuando se movía, se podía ver que estaba rodeada de finísimos hilos. De una verdadera telaraña de ectoplasma, que se desmenuzaba con cada uno de sus movimientos pero que nunca parecía dejar de estar encima de ella. Insistió. "Ven, hijito".
¿Podía evitarlo? Claro que no. Las piernas avanzaron, lentamente. El cuerpo las siguió. Los brazos, impertérritos, siguieron vertiendo y llevando a la boca el líquido negro.
"Ven, ven con mamá."
Se encontraron al pie de la cama. Eduardo hundió su cabeza en el pecho de su madre mientras ella se la rodeaba con los brazos, como cuando era niño. Apoyó su cabeza gris sobre la de él, y empezó a hacer los ruiditos que solía hacer cuando estaba disgustado y quería consolarle.
Eduardo lloró. Lloró cómo no lo había hecho en años.
Después se llevó a los labios el último vaso de mejunje negro, lo tiró al suelo y tomó una gran bocanada de aire.
Como una exalación, siguió el movimiento que había ensayado tantas veces. Empujó a su madre para liberarse de su abrazo, extrajo el machete del chaleco y le abrió el pecho a mamá desde el apéndice hasta el hombro.
Ella tragó aire, con violencia, cómo si acabase de salir de un largo buceo. Cayó sobre la cama, y Eduardo, sin respirar, se montó sobre ella. Abrió la caja torácica, que se sonó como lo haría un saco de nueces bajo el neumático de un autobús, y metió las manos entre sus viscosas entrañas cenicientas. Los hilos ectoplásmicos seguían arremolinados a su alrededor. La encontró. Siguiendo el plan, sin respirar todavía, metió la perla de mamá en otro bolsillo del chaleco. Grande, naranja, resplandeciente. Había algo escrito en su interior ambarino, pero estaba en algo parecido al árabe, y él no lo entendía. El cuerpo seguía retorciéndose, como un insecto mal aplastado, cuando se puso en pie y extrajo el segundo vaso de plástico. Bebió y volvió a respirar, con alivio.
Del pasillo, un grito enorme. El autómata le hizo señal de que se apresuraran. La antena de su cabeza se desplegó, evidentemente llamaba al vehículo para que viniera a buscarlos.
Avanzaron por el pasillo. Los gritos provenían del cuarto de invitados. ¿Papá había oído, o olido, o sentido lo que había hecho? Acababa de dejar la puerta atrás cuando oyó que las graves cadenas se rompían. Corrió, con más ímpetu, mientras bebía. El autómata se puso a sus espaldas, dispuesto a defenderle.
Llegaron a la puerta de entrada, y la abrieron, cuando del fondo del salón vinieron llegar a papá, corriendo a cuatro patas como un simio enorme. Gritaba, y una gruesa espuma colorada le corría por la barbilla y el cuello.
El autómata abrió fuego. Los muebles estallaron mientras el padre asilvestrado esquivaba los proyectiles con habilidad antinatural. Eduardo corrió.
Había bajado ya un trecho de escaleras, pero desde dónde estaba pudo ver al autómata salir disparado de una embestida y atravesar el rellano. Su capa protectora como de carbón se desprendió parcialmente, revelando su interior blanco y cromado. El humo negro empezaba a afectarle instantáneamente. Le brillaron más los ojos, rumbo a la sobrecarga. Se alzó, con el arma en ristre, y se abalanzó sobre papá, que empezaba a trotar escaleras abajo dispuesto a llegar hasta Eduardo. Agarrado a su lomo como una pulga, descargó las últimas balas del Kalashnikov en el ojo del padre. Casi demasiado lentamente, un chorro de sangre burdeos y burbujeante se deslizó por su rostro. Cayó, desfallecido, pataleante, sobre los escalones. Se deslizaba lentamente, como una ballena varada, pero Eduardo ya no le veía, se había puesto a bajar de nuevo.
Le echó de nuevo un vistazo cuando le oyó aullar, a sus espaldas. Desde abajo, amoritguados, sonaron otros aullidos a modo de respuesta. El Autómata, sobrecalentado por el humo negro, aprovechó el exceso eléctico que le provocaba para practurarle la mandíbula de un puñetazo. Después se agarró a su cabeza firmemente y esperó el momento de estallar.
Eduardo corrió, pese a todo, y fue una suerte. Justo cuando acababa de dejar atrás la puerta del segundo, de ella brotó quien había contestado al aullido. Una masa informe, peluda, enorme. Los perros de la vecina, fundidos en una sola forma masiva. La vecina misma estaba incluída en la amalgama, si uno se fijaba bien podía ver sus brazos colgando en el vientre de la criatura.
El ser observó a Eduardo con sus seis ojos, y las bocas dentudas babearon. Él, con cuidado de no derramar el líquido que iba bebiendo, arrancó a correr escaleras abajo. El primero, el entresuelo, la portería, el vehículo, la salvación. Ese era el plan.
Pero el ser amorfo le alcanzó entre el primero y el entresuelo. De un mordisco, le alzó por los aires y lo zarandeó. Las bocas que no estaban ocupadas estallaron en graznidos de júbilo.
Pero no estaba todo perdido. Le quedaba una oportunidad.
El ser había mordido el bidón de líquido que llevaba a la espalda, no a Eduardo.
Sin un trago para soportarlo, tomó aire y se desenganchó del bidón. Cayó, ruidosamente, y corrió. Se llevó la mano a la perla, que reposaba sobre su pecho. El monstruo tardó unos instantes en darse cuenta de lo que ocurría.
Eduardo ya estaba en la portería. Los perros le seguían de cerca. Volvió a sentir el el aliento canino a sus espaldas, a pocos centímetros. Oía las dentelladas fallidas a sus espaldas.
Incapaz de seguir corriendo así, tomó una bocanada de aire. Y de humo negro.
A pocos pasos de la puerta, las extremidades empezaron a fallarle. Cayó al suelo. Siguió respirando el humo.
El ser ocupó todo su campo visual.
Y, de pronto, el infierno. Un enjambre, una plaga de balas, que hizo retroceder al ser entre salpicaduras de sangre y lamentos de dolor.
Los autómatas, desde el vehículo, le acababan de salvar. Dos de ellos descendieron y lo tomaron en brazos. Las extemidades, de aspecto churruscado, se le habían empezado ya a rizar por culpa del humo.
Lo subieron abordo.
El médico cortó con presteza las extremidades, a penas una espiral de papel chamuscado, mientras el sumo Almirante observaba la perla que Eduardo había recuperado. Satisfecho, se volvió hacia él y le felicitó por el éxito de la misión. Eduardo le habría respondido, pero el médico estaba extrayéndole los pulmones contaminados, esperando contener la infección.
Un autómata llegó con el fuelle de apoyo mientras el Almirante se dirigía a la cabina del piloto, a usar la radio para comunicar que la misión se había cumplido.

1 comentario:

  1. De nuevo, como ayer, un texto semiautomático, surgido a partir de unas pocas imágenes mentales y escrito improvisando, sin mirar atrás. (y se nota, está lleno de errores y ambigüedades... el de ayer me salió más claro)

    ResponderEliminar