Mi sueño empezaba en una cocina. Me comía una pizza entera y luego recordaba que no debía, que estaba haciendo una cara y estricta dieta de batidos de proteínas, pero en el momento me había olvidado.
En uno de esos cortes abruptos de los sueños, me encontraba en un pueblo. Mi enamorada me había invitado a conocer a sus familiares rurales, que habían venido a recibirnos. Todos se me adelantaron para entrar en la casa, en un enorme recibidor con un asiento arquitectónico dónde estar al fresco y conversar, una especie de cocheras reconvertidas. Pero antes de meterme allí, veía a los perros, un montón, "ya sabes que en el campo tenemos muchos perros", me decían los parientes pueblerinos. Eran todos enormes, peludos, magníficos... pero no eran nada ante un ser que convivía con ellos. "Otro perro" que no se movía con la energía afable de los cánidos, y en vez de con su trotar alegre, contaba con los lánguidos movimientos de un felino. La cabeza, de morro cónico, estaba dominada por dos ojos azules y penetrantes, tan puramente humanos que eran inhumanos. El cuerpo, más de esfinge que de can, se desperezaba lentamente mientras mantenía su mirada fija en la mía. Sonrió, con sus dientes finos y punzantes como agujas. Me paraba a observarlo, y por ello me adelantaban los perros y los parientes, y mi enamorada. Cuando, al fin, me decidía a seguir caminando, le oía decirme -o eso creía- "¿Qué te pasa, Carlo?", con una malignidad y frialdad infinitas.
Entraba en la cochera, y buscaba a la chica entre toda la parentela, pero no la había encontrado todavía cuando el can-esfinge me atacaba. Su cabeza se había dividido en dos y, desde atrás, me había atrapado las manos con su boca terrible. Una abuela me decía, con total calma e indiferencia, que era lo normal, que había atacado a otros chicos antes que a mi. Estos de ciudad desconocemos todo lo que se hace en el campo, oiga. La presa empezaba a causarme pinchazos dolorosos, pero eso no era nada, había de llegar a amputarme las manos.
La buscaba a ella entre la gente, y finalmente allí estaba, sentada, como uno más.
Los dientes se empezaban a clavar en mis manos indefensas. Esperaba que ella dijese algo, que parase este salvaje ritual rupestre. No lo hacía. Seguía sentada, mirando fijamente, con la misma mirada del monstruo antes de que me atrapara, aunque sus ojos eran de un brillante marrón dorado en vez de azules. Sentía cómo los dientes del ser penetraban la carne que rodeaba mis uñas, haciéndolas salirse del sitio.
Ella me miraba todavía, en silencio y llena de satisfacción. Llegó a esbozar una sonrisa no consumada.
El ser seguía mordiendo.
En otro corte, me econtré en la cocina de mi casa. Insultaba a mi padre hasta que quedaba arrinconado en un rincón y echaba a llorar.
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