miércoles, 9 de diciembre de 2009

Anatómica

Pocas veces sus padres se marchaban de viaje, al menos los dos juntos, pero no era la primera vez. Del mismo modo que en alguna ocasión sí que se había ido su hermana pequeña a dormir a casa de una amiga, o de los abuelos. Y, en todo caso, la asistenta estaba en casa, las 24 horas, residuo anacrónico de cuando la hermanita era todavía un bebé. Que uno de sus días libres coincidiese con los viajes en tándem paternales parecía muy improbable... Y que además su hermana faltase ese mismo día lo convertía ya en aparentemente imposible. Y aún así, había ocurrido en un par de ocasiones antes de esta.
En esos casos, Guillermo había invitado a sus amigotes a ver una película y estar charlando hasta las tantas, engullendo pizza y coca-cola... lo cual no era un plan tan distinto del que solía tener la mayoría de los viernes.
Pero esta vez se daban no solo las condiciones propicias de soledad, sino que las leyes de la probabilidad o se habían tomado unas vacaciones, o estaban encerradas en un ascensor o se habían vuelto completamente locas. Alguna extraña configuración de los astros había querido que, poco tiempo antes, Guillermo hubiese empezado su primera relación. Lo cual era ya una proeza de confabulación cósmica, pues este hecho en sí también era muy improbable. Que se lo dijesen a él, que con casi 20 años cumplidos había sufrido esta incapacidad del universo para permitirle una relación de pareja, o incluso una simple aproximación al género opuesto...
Pero la realidad no se queda nunca a medias. Dispuesta a rizar el rizo, había hecho que conociese a Ana, una chica atractiva y tímida que tampoco había tenido novio antes. Y ambos estaban a las puertas de cumplir los veinte.
En millones de millones de universos el curso natural de los acontecimientos habría hecho que nada de esto fuese posible... Pero en este, en uno de los pocos en los que se cumplía efectivamente lo que las leyes de la probabilidad casi casi descartaban, Ana estaba en casa de Guillermo, una noche en que los padres de éste participaban en un congreso en Melilla, su hermana pequeña había ido a casa de los abuelos a dormir porque le había apetecido y la ancianita canosa que la había acogido esa noche era incapaz de decirle que no y, además, se estaba desabrochando la brusa por primera vez delante de un chico.

Se habían besado, claro. Ya hacía tiempo que se besaban, y Guillermo sabía que, pese a la timidez de ella, él no era el primero. Pero nunca habían llegado más allá, ni con pareja ni sin ella, y por eso ahora Ana se sonrojaba mientras terminaba con los botones.
Ninguno de los dos había esperado esto, al menos esta noche. Una película, unos besos, unos abrazos, un sueño agradable abrazado al calor y al aroma del otro... Pero los besos y las caricias se habían fundido con otros deseos, más intensos, que habían exacerbado la pasión de esos besos y habían transformado los abrazos reparadores y apacibles en inquietos intentos de fusión corporal a través de la epidermis impenetrable.

Y ahora estaban uno frente al otro, envueltos en el calor del ambiente, frente al televisor que clamaba futilmente sus consignas de ficción y entretenimiento, sintiendo la textura aterciopelada del sofá con la carne desnuda y temblorosa. No se tocaban. Tras el bullir epiléptico que los había llevado a dejarse guiar por la excitación, se habían apartado uno del otro, llevados de la mano por un extraño pudor y timidez, y se habían desnudado metódicamente, con una ténue sonrisa.

Lo que pensó entonces Guillermo fue que la sensación de estar sentado en el sofá de siempre, donde había reposado cientos, miles, de veces, era muy diferente si se hacía con las nalgas desnudas. A continuación, se dio una bofetada mental. Pensar en esto cuando una chica preciosa, a la que quiere inmensamente, a la que desea desde hace tiempo, se encuentra frente a él deshaciendose con cuidado de las delicadas medias...
La piel de Ana se veía suave y agradable, en la penumbra surcada por la cambiante luz del televisor. Conocía bien esa cara de facciones amables, los ojos enormes y brillantes, la nariz fina rodeada de mínimas, casi invisibles, pecas pardas, los labios simpáticos e irresistibles. La cascada de cabellos espléndidos que, con su ligerísima ondulación enmarcaban en su oscuridad el cuello esbelto y guiaban la vista hacia los senos, estos ya desconocidos. Pequeños y firmes, invitantes, se movían perceptiblemente con la respiración, algo acelerados, de Ana. Eran muy distintos de los acartonados artificios quirúrgicos o rebosantes excesos biológicos con los que la pornografía articulaba gran parte de su discurso. No eran esos monstruosos artefactos sexuales dispuestos a abalanzarse sobre la presa incauta, sino unos seres pequeñitos y adorables, no muy distintos de la propia Ana. A Guillermo le era dificil no recrearse en su visión, en la que las manos sentían impulsos irrefrenables de participar, pero los ojos siguieron su camino, imperturbable.
La graciosa curva de la cintura, envidiable, mediterránea, se encargaba además de dar toda su belleza a las caderas que desembocaban en muslos que era dificil no querer acariciar.
Pero la visión de lo que alguna vez había oído nombrar como bajo vientre le chocó. Esa configuración... esa... esa ausencia.
Acostumbrado al cuerpo masculino, el vacío grotesco le provocó una extraña sensación. Ciertamente, no se percibía nada de esto en el porno, quizás porque el género indicaba que llenasen el vacío lo antes posible y cuanto más mejor. Pero la contemplación de ese pubis vacío, excitante y a la vez antinatural, lo llenaba de una extraña desazón.
De algún modo, en esa figura claramente humana que tenía delante se desdibujaba la percepción natural del interior del cuerpo, esa que no se basa en la biología sino en la intuición. Las cabezas humanas, por ejemplo, están vacías. La boca es un vacío, por el que se entra y se sale. La nariz, igual. A nadie le parece estrafalário que un pequeño personaje de dibujos animados pueda transitar de un oído a otro en un personaje mayor, pues ambas orejas "comunican".
Pero, bajando, el cuerpo de un hombre pasa a ser un amasijo de intestinos y de órganos. Una bolsa llena de carne con algunas pequeñas vías de salida. Un todo macizo, relleno, en el que una intrusión implica un daño, un apuñalamiento, cirugía.
Pero ahora, de pronto, veía un cuerpo femenino. Y su cuerpo, lejos de ser un todo macizo, un saco de entrañas, un monolito, era un raro vacío. La parte baja del cuerpo era una extraña concavidad interna, una configuración física antinatural que, como el troll que deambula con la cabeza debajo del brazo, causa una sensación extraña de grotesco extrañamiento.
Pero, a diferencia de con el monstruo, esta rareza morfológica producía también un imposible magnetismo, que vencía a cualquier otra sensación.

Puso una media a un lado de la butaca cercana al sofá, donde había dejado el resto de la ropa, y se empezó a quitar la otra. Fijó los ojos en los de él, en esos pequeños ojos verdes que habitaban la cara agradable que le devolvía la mirada. El pelo liso y pajizo que la coronaba, los hombros relativamente anchos, el escaso y casi albino pelo que poblaba su tórax pálido... Ya los conocía, pues ya había estado con él en la playa. De hecho, había sido allí dónde se habían conocido. Blanco como la leche, con el pelo y los ojos claros y el bañador de color tostado le había parecido un personaje salido de una vieja fotografía color sepia. Aunque entonces, como hoy, tenía los labios y los pezones de un todo rosado que siempre le había parecido que prometían un suave sabor a fresa.
Se fijó en que Guillermo la estaba mirando, y le resultó muy agradable, aunque a la vez excitó su timidez. Y, combatiéndola, se dio cuenta de que a ella le daba mucha vergüenza mirarle por debajo de la cintura. Eso ya no lo había visto en la playa, ni tampoco después, pues él no le iba muy a la zaga en cuanto a timidez. Pero miró y, sin saber que eso era lo mismo que le ocurría a él casi al mismo tiempo, una sensación inquietante se adueñó de ella. Qué forma tan extraña que adquiría el cuerpo masculino. De algún modo, el pene se le antojaba como un extraño miembro vestigial. Por debajo del cuello, el cuerpo humano se desparramaba en varios apéndices de estilos distintos. Los brazos, que de un modo casi fractal imitaban esa diversificación haciendo una miniatura de la misma en sus extremos, con los dedos. Las piernas, terminadas en una protuberancia extraña que, a su vez, terminaba en cinco extraños bultos. Y eso tenía que ser todo. Pero no. En el cuerpo masculino, en el cuerpo que tenía delante, habitaba un intento abortado de crear otro miembro. Una absurda trompa, con otros cúmulos carnosos y grotescos en la base, que se erguía temblorosa como un miserable animalillo, ciego y vulnerable. Un cuello antinatural, dónde no debía haber ninguno, que se movía como el pollo decapitado que aún sigue correteando por el corral. Un gemelo parasitario y subdesarrollado que, por unos instantes, le hizo pensar en cual de los dos llevaría la voz cantante.
Recordó unos dibujos animados que veía de pequeña, cuando su hermano mayor se hacía con el control del mando. En ella, pequeños seres homínidos controlaban a titánicos dinosaurios para llevar a cabo una lucha sin cuartel.
¿Era ese miembro que tanteaba el aire como un tembloroso anciano tubular un pequeño Jockey que dominaba al, a su lado, titánico y desprovisto de iniciativa dinosaurio que era Guillermo?

Pero pronto se deshicieron de estos extraños pensamientos, entregándose de nuevo a la contemplación sin extrañamiento del cuerpo del otro. Y, en esta dimensión del multiverso en la que los padres no estaban, la hermana tampoco, ni la asistenta, en esta realidad de entre millares en la que sí que se habían conocido, en la que ambos eran inexpertos en el mundo de las relaciones románticas, en la que esa noche estaban en el sofá de casa de él y en el que ambos tuvieron extraños pesamientos filosóficos al contemplarse mutuamente, en esta faceta de la existencia única entre el océano de océanos en las que las realidades se pierden y arremolinan como gotas de agua... En esta realidad en el que la probabilidad hacía la vista gorda, Guillermo y Ana se abrazaron, con la mirada y con el gesto, con los brazos y las piernas, con los labios y el aliento.

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