Otro fragmento, que, como mi blog, combina elementos autobiográficos con elementos puramente fictícios. Aunque no deja de tener gracia lo clarividente que fui con el personaje que está evidentemente basado en Santiago, teniendo en cuenta que hará unos tres años que escribí este texto.
"Se miró en el espejo del ascensor para ponerse bien la camisa. Instantes antes de que las puertas se hiciesen a un lado, cogió con un tintineo la bolsa de plástico. Su viejo hogar. El piso al que había llegado había sido testigo de su infancia, de su adolescencia, de sus problemas con los estudios, de sus cambios de personalidad y de estilo al madurar... El niño que había entrado por esa puerta por primera vez era grandote y rechoncho, con una melena rizadísima y dorada y una total inadaptación al mundo por su superdotación. El que ahora pisaba el felpudo ya superaba la treintena, no había conseguido librarse del todo del peso superfluo pero, en cambio, sí de la melena y estaba mucho mejor adaptado a la sociedad que su yo infantil. Llamó al timbre.
Con un ligero chirriar, la gruesa puerta se apartó para revelar la figura menuda de su madre. Pero antes incluso de poderla ver, lo que asaltó a Jonás fue el olor de la casa. ¿Por qué razón cada casa tenía un aroma tan concreto, tan distinto, del que todo el mundo era consciente excepto quien vivía en ella? A veces estos olores tenían elementos fácilmente reconocibles. Una colonia, un suavizante, una mascota, unas plantas, humedad... Pero incluso cuando era así, este elemento reconocible se encontraba entremezclado con cientos de olores irreconocibles, probablemente la suma de los olores de los muebles, de las paredes, del polvo, del sudor de los habitantes, de la comida guardada en los armarios y las arañas que viven escondidas en los huecos de detrás de la pared. El olor de los años, de la vida, sumados capa a capa para formar un todo difícilmente descriptible.
-Hola, mamá. –Dijo Jonás agachándose un poco para besarla- He traído champán.
-Hola hijito.-Ella hizo ademán de coger la bolsa- Dame, dame, que lo llevo a la cocina.
-No, espera, ya lo llevo yo, que en la bolsa también traigo el regalo de papá.
Se dirigieron a la cocina, donde el tic tac de un reloj de pared les dio la bienvenida al pequeño universo de comidas chisporroteantes y olorosas que se preparaban bajo la mirada experta de mamá y la mirada menos experta de la asistenta.
-Hola, Gladis. –Dijo Jonás metiendo el champán en la nevera- ¿Como lo lleva?
-Bien, señor Jonás –respondió, recatada, mientras se le quemaba un sofrito.
Habían tenido siempre muchos problemas para tener mujeres de la limpieza, asistentas o canguros varias. Las habían necesitado, especialmente cuando Jonás era pequeño, porque su madre era una eminente neurocirujana y su padre andaba de país en país por motivos de negocios. Pero todas se iban al poco tiempo de empezar a trabajar en casa. Por suerte, Gladis, una mujer chata, tosca y primitiva pero bondadosa y voluntariosa, se había quedado y llevaba ya en casa muchos años, encargándose de que la ropa estuviese planchada y el polvo no se acumulase por los rincones.
-¿Daniel ha llegado ya, mamá?
-Sí, con tu padre y con Sofía, en el salón.
-Voy a saludarlos. ¿Necesitarás ayuda?
-Vete tranquilo, ya te llamaré si quiero que hagas algo.
Pasó hacia el amplio comedor, donde en la mesa ya estaba un lujoso mantel de hilo, los platos buenos, las copas de cristal... Más allá, donde estaban los sofás, las butacas y el televisor, su hermano menor, Daniel, esperaba sentado junto a su eterna novia, Sofía. Él se levantó, con su camisa impolutamente planchada, los pantalones impecables y los zapatos relucientes, con los brazos extendidos.
-¡Jonás! Ves, era él quien llamaba, papá.
Se abrazaron. Sofía se levantó también, pese a que Jonás le pidió que no lo hiciera. Le dio dos besos, cariñosos y se volvió hacia su padre. Ahí estaba, sentado en el amplio sillón orejero. Papá. Si en cada hogar había en su aroma algún elemento que se reconocía fácilmente, en este era sin duda el olor de papá. Un olor fuerte, un extraño olor a sudor y madera quemada que emanaba por cada uno de los poros de su cuerpo.
-Hola, papá.-Jonás se aproximó a su padre y abrazó su inmenso cuerpo, cubierto de tentáculos serpenteantes y supurantes agallas. Mientras hundía los brazos entre los pliegues de piel gruesa y grasa amarillenta, papá emitió uno de sus profundos gorjeos de buey subacuático.
-He traído champán. –añadió Jonás mientras se sentaba en el otro sofá.
-¡Fenomenal! –Exclamó su hermano- Seguro que mamá se habrá puesto muy contenta.
-Sí, le gusta mucho. –Cruzó las piernas y sonrió al mirar a su hermano. De pequeños los habían comparado muchas veces con los hermanos Crane, de la serie Fraser. No se equivocaban. Su hermano, delgado y de aspecto impoluto y algo frágil, disfrutaba con el lujo como el sibarita que era. Jonás también lo hacía, pero en un grado mucho menor, y compartía con el protagonista de la serie un físico rotundo y restos de pelo rizado aferrados a un cráneo pelado. Incluso su padre disfrutaba de sentarse en su butaca favorita siempre que podía, como el padre del duo ficticio. Eso sí, los hermanos Krane eran psiquiatras y, en cambio, su hermano era un abogado de prestigio y Jonás un escritor de éxito muy moderado. Mientras pensaba todo esto, y Daniel llenaba la sala con su verborrea, sonó el timbre. Oh, sí, otra diferencia era que los hermanos Krane no tenían una hermana pequeña.
-¡Nadia! –Daniel se había levantado para recibirla con los brazos igual de extendidos que con Jonás.- ¿Como te va?
Mientras los demás la saludaban, mamá apareció por la puerta con su fuerza arrolladora ordenando que, ahora que todo el mundo había llegado, se sentasen a la mesa.
-Tu allí, Jonás. –Señalaba la madre- Y tú y Sofía podeis sentaros a ese lado, pero esperad, que pase papá.
La mole se deslizó pesadamente hasta el suelo y se arrastró en dirección hacia la mesa. Su avanzar no era como el de una babosa o una serpiente, sino más bien como la espuma de las olas, un remolino de piel grasienta cubierta de pequeñas cerdas y bultos, una procesión de tentáculos, picos y dientes que se engullen a sí mismos en un extraño rodar por la peluda alfombra. En otras épocas, a papá no le hubiese costado tanto subirse a la amplia silla que lo esperaba ante los finos platos de porcelana, pero, con la edad, su reptar y trepar se había vuelto menos ágil. Aunque que a nadie se le ocurriese ayudarle, porque se ponía hecho una furia entre gruñidos y graznidos capaces de hacer estallar una de las preciadas copas que aguardaban el champán. Cuando su masa bamboleante se hubo instalado, los demás prosiguieron.
Al lado de papá se sentaban Daniel y Nadia. Sofía y Jonás, en cambio, estaban a los lados de mamá, que tenía a Papá justo enfrente. Gladis apareció arrastrando un carrito con las fuentes y los platos en que se serviría el primero, un arroz negro que mamá había aprendido a hacer de la abuela.
-Bueno, pasadle este plato a papá. Un buen plato para ti, Jonás, ya lo sé. ¡No me vengas con que estás de régimen! –Con destreza envidiable, la anciana madre repartía el arroz e impartía ordenes con la seguridad de quien está acostumbrado a mandar y ser obedecido sin rechistar.-Y tú, Sofía, ¿Cuanto querrás? Poco, para variar... toma, toma. ¿Nadia?
Jonás miró a su hermana pequeña. Había nacido más de diez años después que él, y fue una verdadera sorpresa. Era la más distinta de los hermanos, sólo hacía falta observar como se vestía. Lejos del estilo pijo y repeinado de Jonás y, especialmente, de Daniel, Nadia se envolvía con ropa barata y colorista, al borde del horterismo pero sin cruzar esta linea del mal gusto, dándole un aspecto desenfadado y juvenil. Las diferencias eran aún mayores cuando se observaba su trayectoria vital. Tan superdotada como sus hermanos, o incluso más, nunca estuvo inadaptada ni dependió tanto de la protección del hogar. A los veintidós años, justo al acabar la carrera de periodismo, se emancipó para irse a vivir con su novio. Un joven estudiante de medicina que le caía muy bien a mamá, que siempre había deseado tener un hijo médico.
-¿Dónde está Miguel? –Preguntó Daniel, refiriéndose al novio.
- Hoy le tocaba ir a cuidar a su abuelo, ya sabeis que está enfermo. –explicó ella mientras se llenaba la boca de arroz teñido de sepia- Pero os manda muchos recuerdos y felicidades a papá por su cumpleaños.
-¿Lo has oido, cariño? –mamá se peleaba con un crustáceo de los que complementaban el arroz. Papá siguió llevándose puñados de arroz de forma febril a los pliegues del cuerpo abultado- ¡Me encanta este chico!
La verdad es que Nadia había encontrado a un buen novio. Era el de toda la vida, y estaban juntos desde la época del instituto en una relación estable y saludable, en que no parecía haber más problemas de los que provoca una convivencia cordial. Ciertamente, la relación se beneficiaba de que la actitud de mamá era muy distinta que cuando Daniel o Jonás pasaron por la misma situación... No había dejado de considerar malo el sexo prematrimonial, por ejemplo, pero tampoco imponía su criterio con la agresividad con la que lo había hecho con sus otros dos hijos. Y cuando Daniel tenía veintidós años, su madre seguía considerando el vivir en pareja sin casarse una tontería... cuando Nadia lo hizo, pese a que no le encantó la idea, ya la toleraba y, hasta cierto punto, comprendía.
Jonás observaba a su hermana y la veía alegre y distendida, algo que no se podía decir de Daniel o de él mismo. Al fondo, papá absorbía los granos de arroz entre los michelines. El papá que Nadia había conocido también era muy distinto del que vivieron los dos hermanos mayores. Cuando Jonás era pequeño, su padre todavía se estaba introduciendo en el mundo de la farmacología y la medicina, por lo que pasaba las tardes con él, viendo la televisión o jugando con el balón. Jonás incluso recordaba a su padre cuando todavía tenía algunos ojos.
Unos años después, la situación ya era diferente. Jonás desvió la mirada hacia su hermano pequeño. Con su pelo peinado al milímetro, su camisa italiana con las iniciales bordadas, los gemelos de diseño exclusivo, y la sonrisa siempre lista, la sintiese o no. Daniel conoció a un padre ausente, que se pasaba el día yendo de laboratorio en laboratorio, de una parte del mundo a otra, para que experimentasen con él.
Jonás sospechaba que, cuando su madre había empezado a ganar prestigio, también había empezado a ganar más dinero que él. Así que dejó de desear las tardes libres, llenándolas de experimentos. Ciertamente, los frutos fueron importantes, gracias a él se desarrollaron curas a graves enfermedades autoinmunes, sueros que mejoraban la cicatrización, nuevas formas de conseguir insulina eficaz para combatir la diabetes... Pero para Daniel, su padre no fue más que alguien que aparecía de vez en cuando por casa para gruñir y gritar arañando las paredes con sus espolones y destrozando jarrones y cuadros con sus tentáculos y pseudopodios. Porque en esa época, papá estaba irritable y violento, probablemente al gran número de experimentos a los que se sometía. Unida a la personalidad autoritaria y controladora de su madre, mucho más que en los años de infancia de Jonás, en los que estaba mucho más relajada, esta situación explicaba muy bien el hombre en que Daniel se había convertido. Un ser perfeccionista, siempre aterrado de no ser perfecto y de no estar a la altura. ¿Y si su eterna novia, Sofía, lo era eternamente, no sería porque él estaba aterrorizado del matrimonio, viendo la situación de tensión e infelicidad del matrimonio de sus padres durante su infancia?
-¡Jonás, estás muy callado!- le dijo, de pronto, Sofía.
Era una mujer alta y frágil, de tez muy pálida moteada por innumerables pecas pardas y rojizas, de un tono parecido al de su pelo. Jonás y ella siempre se habían entendido bien, pues pese a que en el físico eran totalmente opuestos, tenían personalidades parecidas. Una forma similar de ver el mundo, unos gustos bastante coincidentes... Y los dos eran artistas.
-Sí, es verdad. Yo estaba...
-¡Bah, déjalo en paz! –interrumpió mamá.- a lo mejor estaba pensando en esa chica, ¿Como se llamaba? ¿Juana? O, no sé, pensando el argumento de una novela... Venga, pasadme los platos que os sirvo la carne.
Si al final mamá había aceptado que Jonás fuese artista, era porque se trataba de su hijo. No había pasado lo mismo con Sofía, con quien no congeniaba. Era, probablemente, de las pocas cosas que su madre no aceptaba a las que Daniel no había renunciado.
En realidad, los artistas de la mesa eran tres. Jonás era escritor, Sofía se dedicaba a la escultura y a Nadia, en cambio, le gustaba la pintura. La compaginaba con su profesión de periodista y había conseguido más renombre que Sofía y Jonás juntos.
-No, Juana es... no es más que una amiga...
-¡No te enteras, mamá! –Nadia reía mientras se ajustaba de nuevo el pelo que se le había soltado con un clip de Hello Kitty- ¡La chica que tu dices era Cristina!
-¡Ah, es verdad! –Daniel le guiñó el ojo a Jonás- ¿Como van las cosas con Cristina?
-Bueno, bien, supongo. –Jonás desviaba la mirada hacia la carne, cortándola como si le conllevase un gran esfuerzo- La verdad es que hace unas semanas que no sé de ella.
-Oh.
-Bueno, bueno, -la voz de mamá se abalanzó para que no se produjese un incómodo silencio- dejadlo tranquilo y pasadme los platos los que queráis patatas o alcachofa frita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario