Hacía mucho tiempo que no veía a sus dos amigas. Una, la del pelo liso, se había sentado a su lado y la otra, la del pelo rojo, delante de él. Les trajeron la comida, asiática, para compartir. Pero la que se atrevió a empezar no era ni la amiga de enfrente ni la de al lado. Era una amiga de ellas, y tenía el pelo rizado.
Él la conocía, más de fama que de otra cosa: una vez que lloriqueaba que "¡A qué clase de mujer podría atraerle!", la habían puesto como ejemplo de una chica a la que sabían que podía gustarle alguien como él.
En todo caso, eran todo hipótesis, y ni él estaba especialmente interesado en materializarlas ni ella en abandonar su próspera relación en curso, pero se cayeron bien.
Ya durante la cena, él se fijó en lo curioso del personaje. Muy menuda, los ojos eran pequeños y prietos, hogar de una astucia y desparpajo propios del zorro que juega sabiendo que va a ganar.
Cuando se levantaron de la mesa, los platos vacíos de pitanzas orientales, se fijó en sus movimientos, a la vez hombrunos, por su contundencia, y femeninos, por su precisión. Había un "algo" muy particular en la decisión y el aplomo de su caminar, la absoluta certeza que destilaba su andar.
No le extrañó que, una vez en el bar donde iban a tomar unas copas, la chica del pelo rizado sacase una baraja de cartas y se ofreciese a adivinarles el futuro amoroso. Había algo en esa aura de superioridad y decisión, y especialmente en la incongruencia entre ésta y el físico menudo, que podría servir para decidir que quizás sí que había algo de bruja en ella.
Al fin y al cabo, las brujas se mueven de tres en tres, ¿No es cierto? Quizás había estado toda la noche en un pequeño aquelarre urbano y no se había dado cuenta.
Se divirtió pensando cual podía ser cual. ¿La madre? ¿La doncella? ¿La vieja urraca? Su amor por el folklore lo entretuvo un rato, y aunque él nunca había creído en estas cosas, le siguió el juego.
Se trataba de pensar en una mujer en la que uno tuviese interés. Las cartas dictaminarían entonces el futuro de la relación. Un rey: amistad. Dos reyes: Sexo. Tres: Relación estable. Cuatro: Un amor eterno.
Sin calcularlas, la mente algo alcoholizada ya de él pensó en que las probabilidades de que saliesen ciertos reyes eran más o menos congruentes con las posibilidades de conseguir una cosa u otra de una mujer. Era un puro juego matemático que, por lógica, se acababa correspondiendo muchas veces con los acontecimientos reales. La magia, si era lo suficientemente primitiva, era indistinguible de la ciencia.
Las cartas se revolcaban por la mesa, los ojos astutos las vigilaban con severidad. Las tres mujeres, todas menudas, todas vestidas de negro, sí podrían haber sido hechiceras.
¿Pero no se bailaba, en los aquelarres? Sí se bebía, sí se hacía en la oscuridad, pero no en un bar del Raval, perfectamente vestidas y chupeteando un mojito.
El resultado fue de dos cartas. ¿La chica en que él había pensado, alguien a quien en realidad conocía casi casi solo de vista, y a quién había recurrido mentalmente más por pereza mental que por otra cosa, acabaría con él en la cama?
Las cartas para adivinar el futuro eran, claramente, una chorrada. Por muy tríada de brujas que pudiesen ser, por mucho que se vistieran de negro, y aunque al final incluso consiguiese asignarle un papel a cada una, él no creía en esas cosas.
Pero durante los días siguientes, cada vez que recordaba el resultado de las cartas, no podía evitar sonreír. Quizás... quizás no se lo acababa de creer precisamente porque no había sabido decir qué bruja era cada una de sus amigas. Quizás, si conseguía descubrirlo, la realidad se haría aparente y vería con claridad que la predicción era una verdad que esperaba solamente el tiempo adecuado para cumplirse...
Pronto echaba estas elucubraciones estúpidas de su mente y se dedicaba a otra cosa... pero, al cabo de un tiempo, inesperada, la sonrisa volvía y el ánimo se le alegraba, por muy escéptico que pudiera ser.
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