Esta es la primera versión (sin corregir y abandonada) de la novela (una de las novelas) que empecé a escribir en 2009, El plan de Borja. Los que más al día esteis sobre mis actividades escritoriles sabreis que estoy adaptando la historia para clase de guión avanzado... Y quizás os haga gracia leer esta primera versión, a la que le cuesta arrancar (y que lo hace con chistes forzadísimos), con una escena que me entusiasma, la de la tía Esmeralda, y con extrañas caricaturas racistas que nunca me hubiese imaginado escribiendo.
(son 19 páginas)
Ahí va:
“Errar es humano. Herrar es de herreros”. Una nueva ocurrencia para el estado personalizado del Facebook. Entró, por enésima vez, en su perfil. “Pablo Gallardo – Errar es humano. Herrar es de herreros”. Sonrió, satisfecho. ¿Por algo era escritor, no?
Pese a todo, su página de perfil de Facebook estaba bastante inactiva. Si no se tenían en cuenta los cuestionarios que tanto le gustaba contestar, para saber qué clase de zapato era (zapatilla peluda) o cual de los personajes de La guerra de las galaxias se enamoraría de él si se conocieran (C3PO), la última actividad que registraba era de hacía casi un mes. Era su amigo Z3rOxXxX, al que conocía solo de Internet, que le decía que ya había visto el trailer del nuevo juego de Super Mario.
Entró en su Fotolog, página que actualizaba cada día con una imagen graciosa y un largo texto explicando lo que había soñado, anécdotas graciosas sobre su día a día o su opinión sobre las películas que había visto últimamente. Descendió hacia la zona de comentarios... ¡Y había uno!
“Che, muy linda la pic. Me ffeas plz? Estas en mis ff!”
Era una tal “+*\_/^--afrodita--^\_/*+”, a la que no conocía de nada. En su fotolog solo había fotografías de ella misma en ropa interior o bañador, tomadas en el baño de su casa y desde una cámara que parecía estar casi en el techo y era soportada por un pavoroso brazo que se alzaba hasta asumir proporciones gigantescas en un perfecto ejercicio de escorzo. Era una de las clásicas “cazadoras” de “amigos/favoritos” del fotolog. Pero, pese a eso, Pablo la añadió a los suyos. Por si acaso.
Volvió al Facebook. Carmen había cambiado su estado a “Estrés al máximo!! Buffffffffff! Hay que ver la caña que me meten! :_( ”
Conocía a Carmen de cuando aún estudiaba la carrera, en Barcelona. Pensó unos momentos en cómo comentar su cambio de estado, e incluso había escrito ya “Tranquila, que en tres días será viernes! Y no digo yo que no sea algo digno de ver, pero eso de meterte la caña seguro que les gusta...”
Al final borró la última obscenidad, que pese a ser tan ingeniosa como el resto de sus chistes, le pareció demasiado atrevida. Aunque, en realidad, dejarla quizás habría servido para que una preciosidad como Carmen le hubiese contestado algo en su facebook. Su contador de amigos indicaba que tenía más de cien, incluyendo a sus antiguos compañeros de primaria, secundaria, bachillerato y la carrera, pero... nadie le decía nunca nada.
Volvió a mirar el fotolog, nadie más había comentado, antes de levantarse de delante del portátil. La silla crujió al desplazarse su enorme masa. La última vez que lo había comprobado, pesaba 125 kilos, y hacía meses que no se acercaba a la báscula. A donde sí se acercaba con frecuencia, como en ese mismo instante, era a la cocina.
Un delicioso bocadillo de jamón con queso. Para merendar. En realidad, le daba igual que fuese el segundo, pues sabía olvidarse de su sobrepeso cuando había comida cerca, y todo lo que llenaba la nevera lo pagaban sus padres. Y también pagaban la nevera. Y el piso en general. Después de poner la cuarta loncha de queso, lo cubrió todo con una rebanadita de pan de molde y presionó con fuerza. Con su paso bamboleante, llegó al sofá, que se lamentó crujientemente. Pero todavía no había encendido el televisor cuando empezó a sonar la canción de los cazafantasmas. El móvil.
-¿Hola, papá?
-¡Pablo! –El grito le hizo botar, mandando el sándwich, el plato y el mando a distancia por los aires.- ¡Eres un desgraciado! ¡Cómo...! ¡Cómo...! ¡Te voy a matar! ¡Te juro que te mato aunque tenga que ir a Madrid ahora mismo!
-¿Qu...?
-¡Pedazo de mierda, no eres más que un hijo de puta! ¡Sabes cuanto hemos tenido que sacrificarnos tu madre y yo para...!
A Pablo se le cayó el teléfono de las manos. Le habían pillado.
Temblando, pulsó la tecla 3. Luego, el 5. Finalmente acertó, y presionó la de colgar.
Paseaba su cuerpo de elefante por uno de los muchos parques de la capital. No sabía exactamente donde estaba, pues Pablo nunca había aprendido a moverse por ninguna ciudad, ya fuese su Barcelona natal o la ciudad en que vivía desde hacía cuatro años, Madrid. Ya estaba empezando a anochecer, así que debía de haber estado bastante rato deambulando por la ciudad. Y a juzgar por los envoltorios de perritos calientes que sostenía sobre la mano, lo había hecho bastante hambriento.
Pero no recordaba nada.
Se sentó en un banco de piedra, cansado. Debía de hacer años que no caminaba tanto, pues solo salía de casa para hacer la compra y para ir al Salón del cómic de Madrid. Lo demás lo tenía todo en casa, al alcance de la mano gracias a su querido portátil, Scarlett.
Le rugieron las tripas. Era culpa del delicioso aroma a palomitas que flotaba en el ambiente. Y si nunca había sido capaz de moverse por la ciudad sabiendo donde estaba, no había duda de que su nariz sí sabía orientarse. En pocos pasos, había encontrado el carrito donde el maíz explotaba sabrosa y saladamente.
-Oiga, póngame un paquetito.
-¿Dulces o saladas?
-Saladas.
-¿Con mantequilla o solo con sal?
-Con sal, solamente.
-¿Cubiertas de chocolate, de caramelo, de azúcar?
-¿Cómo?
-¿Con pimienta, miel, cacao en polvo, gruyére fundido, curry, salsa de tomate o cuca-monga?
-¿Cuca-monga?
-Sí, es un invento mío. Helado de vainilla, flan de huevo y pedacitos de pan tostado.
-¡Ya sé lo que es la Cuca-monga, pero no la inventó usted! ¡La inventó un amigo mío!
-¡Eso no es verdad!
-¡Claro que sí, ladrón de ideas! ¡La Cuca-monga es invento de Borja Navas!
El dependiente le miró unos instantes con sus ojos grises.
-¿Pablo?
-¡No, nada de Pablo, ladrón! ¡Borja! ¡Borja Navas inventó la Cuca-monga!
-¡No, no, tú eres Pablo!
-¡Eso no tiene nada que ver, ladrón!
-¡No soy un ladrón! ¡Soy yo! ¡Borja!
-¡Será posible! ¡Ahora esto! ¿No solo le robas el invento a mi amigo, sino que además quieres robarle la identidad?
-Que no, que no, Pablo... ¡Que soy yo, tu amigo del colegio!
-No me engañarás... ¡No veo a Borja desde que hice el bachillerato, pero lo recuerdo perfectamente! Era bajito, cuadrado, moreno y de ojos grises. Tú, en cambio...
-¿Yo qué?
Pablo lo señalaba con su fofo índice. El vendedor era un hombre de más o menos su misma edad, muy bajito, de pelo negro y tez marrón que contrastaban con sus claros ojos grisáceos.
-¡Dios mío, pero si es Borja! ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
-Lo había hecho, Pablo...
-¡Que casualidad! ¡No esperaba encontrarte aquí!
-Y yo a ti tampoco. ¿Cuanto tiempo hace que no nos veíamos?
-¡Siglos!
-¡Años incluso!
-¡Mucho!
Y, dicho esto, Borja se zambulló, quedando oculto por el carrito.
Pablo parpadeó, sorprendido. Una voz ladró a sus espaldas.
-Apártese, señor. –Un ceñudo hombre de uniforme, con los ojos ocultos bajo lentes ahumadas pese a luz menguante. Tenía la expresión de quien se encuentra cara a cara con el hombre que, una noche, había matado a su perro.- Soy de la policía.
-Uf, qué susto.
-La policía ya no asusta, –Sus labios prietos se contorsionaron en una extraña dilatación que permitía ver su perfecta y fuertemente encajada legión de dientes- estamos al servicio del ciudadano. -La sonrisa se apagó tan deprisa como pudo- Ahora apártese.
Pablo se hizo a un lado y el agente de policía avanzó, sin pasar por el lugar donde había estado el enorme joven. Se asomó por un lado del carro.
-Buenas tardes, señor. –Era el saludo más amenazante que Pablo había visto nunca- ¿Qué hace usted ahí agachado? ¿No se estaría escondiendo, verdad?
-¿Yo? –Borja se incorporó- No, yo no la esconde, señor. Yo li busca un poco de mantequilia para los palomitas del señor.
-Las palomitas del señor –se ajustó las gafas- tendrán que esperar.
-¿Qui li hay alguno problema, señor?
-¿Tiene usted permiso para vender palomitas aquí?
-Sí, sí, joder. ¡Yo li tiene li permiso!
El agente apoyó la mano sobre la culata de su arma. Tensó los músculos, como si se encontrase frente a un asesino en serie arrinconado y desesperado.
-Ese permiso habrá que verlo.
Borja miró un instante a Pablo, que asistía a la escena con la boca abierta. Se agachó de nuevo. Oyó unos ruidos metálicos, como de alguien que movía con frenesí un candado cerrado.
-Muéstreme el permiso.
-¡Uno momento, uno momento!
Se oyó un fuerte golpe y Borja emergió de pronto con unos papeles en la mano y una piedra en la otra.
El agente desenfundó.
-¡Suelte el arma!
-¿Arma? La... ¡No, este piedra no arma!
-¿Y qué es? –el dedo temblaba sobre el gatillo.- ¡Eh! ¡Qué es!
-Es... Li pisapapeles.
-¿Qué?
-¡Pisapapeles, joder! ¡Para li guarda los papeles!
El agente guardó el arma. Leyó los documentos, moviendo los labios.
-¿Achmed Al Sahrami?
-¡Ese li soy yo!
-Este permiso solo permite vender palomitas de miércoles a domingo y, no en esta zona del parque.
Borja arrugó el sombrerito de tela que llevaba y lo lanzó al suelo, enfadado. Empezó a vomitar un caudal de sílabas incomprensibles de sonido arábico, entre las cuales se distinguía el ocasional “joder” y “me han engañado”.
-Cálmese, señor. –El policía, miró unos instantes al furibundo vendedor de palomitas, casi con expresión conciliadora, pero su rostro volvió a endurecerse- ¿Oiga, usted no es el mismo que el jueves pasado estaba vendiendo sin permiso comida para las palomas en El Retiro, verdad?
-¿Qué, Joder? ¡Yo no li vende comida para las palomas en Retiro, yo solo li vende palomitas aquí y yo no li sé leer estas letras del documento li permiso que...!
El agente dejó los papeles sobre el carrito de las palomitas.
-¿Seguro que no era usted?
-¡No, joder! ¡Yo no li vende la comida de las palomas! ¡Yo li vende palomitas! ¡Además, li de Retiro era argentino y yo li soy moro!
-Es verdad... –el agente se colocó mejor la gorra- Si cierra ahora el carrito, no le voy a llevar a comisaría. Tiene suerte de que hoy tengo el día libre.
-¡Oh, gracias, gracias, señor! ¡Tenga, di regalo!
El agente se marchó pisando con violencia la gravilla y mascando las palomitas dulces que le había dado Borja.
-Ven, Pablo, coge todas las palomitas que puedas y vámonos.
-¿Ahora te llamas Achmed?
-No, pero el carro es suyo. Suelo “tomarlo prestado” los días que tiene fiesta.
Sentados en un banco a varias manzanas de distancia, Pablo y Borja empezaron a cenar juntos las palomitas que se habían llevado.
-¿Quieres curry? ¿Pimienta? Lo llevo todo en la mochila.
-Mejor no... –mascó, ruidosamente- ¿Qué ha sido de tu vida? La última vez que te vi, fue al acabar cuarto de E.S.O.
-Es verdad.
-Decidiste dejar los estudios porque... ¿Qué era? ¿Tenías un gran negocio haciendo de manager de músicos con tu primo, verdad?
-Sí, sí, haciendo de manager de músicos en París. Un gran negocio, con mucho potencial. Pero duró muy poco...
-¿Qué? ¿Cómo fue eso?
-Ni mi primo ni yo hablamos una palabra de francés.
-Ah, ya veo...
-Desde entonces he trabajado como camionero -así regresé a España-, cocinero, florista, pintor, guardacostas, vendedor, comprador, músico, granjero, cuidador de ballenas, genealogista, caricaturista, donante de sangre, de pelo, de dientes, de esperma y de saliva, cantante, limpiabotas, vendedor de souvenirs, encargado de mantenimiento, traductor del embajador de Francia, guardaespaldas, periodista, domador de osos, antiguo romano, somelier, perito industrial, taxista, profesor de matemáticas, profesor de tailandés, profesor de pilates, hijo de famoso, paseador de perros, cobrador de autobús, cobrador del frac, vendedor de música pirata, actor de teatro, actor de parque temático, buscador de oro, fakir, entrenador de Korfball, segurata de discoteca, tocador de campana, rabino, herrero, paleta, organizador de bodas, patinador profesional, tonto del pueblo, boxeador, niñera, gurú new age, hombre bala, fotógrafo de bodas, cantante de karaoke, guía turístico, rastreador de minas, cuidador de gallinas, recolector de avellanas, fabricante de ponchos, porquero, fabricante de ceniceros hechos con latas de bebidas, encantador de serpientes, hombre-anuncio, hombre del tiempo, director del sindicato de sopladores de vidrio, limpiador de alcantarillas, cobrador del gas, conejillo de indias, filósofo, confidente de la policía, pescador de perlas, coolhunter, portero, telefonista, frenópata, luchador mejicano, grafitero, maitre, barrendero, buscador de colillas, limpiador de graffiti, cartero, Zahorí, barman, escultor, alpinista, vendedor de ultramarinos, peluquero, papá noel de centro comercial, conejo de pascua de centro comercial, rey baltasar de centro comercial, ratero de centro comercial, guardia jurado, miss Paraguay, pastelero, informático, curandero, exiliado político, equilibrista, guardia de paso a nivel, empresario japonés, apicultor, malabarista, detective privado, recepcionista, cazador de jabalíes, sanador milagroso, vendedor de cerveza callejero, artista conceptual,...
Borja se desmayó, con la cara púrpura.
-Deberías haber parado en algún momento para respirar. –Pablo le ayudó a levantarse- ¿De verdad has sido todo esto?
-¡Sí, sí, -se interrumpía para dar grandes bocanadas- por supuesto! O al menos lo he hecho ver.
-Impresionante...
-¿Y qué es de tu vida, Pablo?
-Yo... bueno, estudié el bachillerato, y empecé la carrera de periodismo.
-Buena elección, yo lo pasé muy bien el tiempo que fui periodista especializado en oriente medio.
-Ya, bueno, lo dejé al empezar el tercer año. Llegué a un compromiso con mis padres porque yo no quería ser periodista sino escritor. Me mudé a Madrid para poder concentrarme y pactamos que ellos me pagarían los gastos si yo les mandaba cada mes 150.000 palabras.
-¿Y como te va?
-Llevo cuatro años en Madrid y, hasta ahora, me ha ido bien... pero...
-¿Qué te ocurre? Tienes los ojos llorosos.
-Pues que...
-Y estás muy clavo.
-Yo... ¿Espera, eso qué tiene que ver?
-No sé, pero es que desde que te he visto te lo quería decir, y no sabía cómo.
-¿Y te parece buen momento?
-Hombre, es que estás muy muy calvo, Pablo...
-¿Quieres que te cuente lo que me pasa o no?
-Hombre, la verdad es que...
-Resulta que hace tres años me di cuenta de una cosa. Mis padres no leían lo que les mandaba.
-Interesante. ¿Y, en cambio, cuantos años que estás tan gordo?
-¿¡A qué narices viene eso!?
-Es verdad, no sé de qué me sorprendo. Cuando íbamos al colegio juntos ya eras un niño bastante fofo...
-¡Y tú también lo fuiste hasta los dieciséis años!
-¡Y mírame ahora! –Flexionó los brazos y llevó la mano de Pablo hasta su bíceps- ¡Como una roca!
-¡Escúchame, maldita sea!
-Bueno, a ver... Que tus padres te lo pagan todo mientras escribas. ¿Y ese es motivo para lloriquear?
-Es que, desde que descubrí que no se leen lo que les mando, les he estado enviando siempre las mismas páginas.
-¿Las mismas?
-Las mismas, desde hace tres años.
-¡Eres un lince! ¡Sigo sin ver de qué te quejas!
-Pues es que esta tarde, mi padre me ha llamado. Hecho una furia.
-¿Diciendote que esta barba te sienta mal?
-¿Qué?
-Yo estaría de acuerdo con él.
-¡No, no me ha dicho eso! ¡Creo que había descubierto mi trampa!
-Vaya, qué situación... Más fea incluso que tu barba.
-¿Quieres dejar mi barba en paz?
-¿Y dices que tienes un piso en Madrid?
-Sí, un viejo pisito en el que vivieron mis padres cuando estudiaron aquí la carrera... antes lo alquilaban, pero los últimos años lo he ocupado yo.
-¡Fenomenal! –se puso en pie de un salto- ¡Pues vamos para allá! Así podremos seguir hablando con tranquilidad. ¿Me dejarás dormir allí esta noche?
-¿Es que no tienes que volver a casa?
-Bueno, el piso ya no me gusta. Esta mañana me he despertado para encontrar a un hombre feo y peludo mirándome fijamente desde el extremo de la habitación. Y olía muy mal.
-¿Cómo? ¡Si te pasa algo así lo que tienes que hacer es llamar a la policía, no abandonar tu piso!
-Bah, da lo mismo. Cuando lo encontré, el piso ya estaba abandonado. Vamonos, tengo todo lo que necesito en la mochila.
Antes de hablar, Borja añadió con gran concentración unas cucharadas de azúcar moreno a los gnocchi que aguardaban pacientemente.
-¿Bueno, y ahora qué te pasa?
-¿Cómo que qué me pasa?
-¡Llevas toda la comida suspirando, lloriqueando y quejándote!
-¡Es que mis padres han retirado todo el dinero de mi cuenta corriente! ¡Ya no me van a mantener!
-¿Y por eso te preocupas? –Borja se sirvió otra cucharada de pasta- Tienes este piso, tienes comida...
-¡Pero la comida se acabará dentro de poco, y mis padres van a alquilar el piso de nuevo! ¡Seguro!
-Y te olvidas de la cosa que tienes más importante...
-¿Qué cosa?
-¡A mí!
-Que consuelo.
Pablo se alzó, con un gruñido, y empezó a deambular por el cuarto.
-¿Y ahora qué te pasa, gordo?
-Tendré que buscar piso... ¡Y de donde sacaré el dinero necesario! Debo buscar trabajo... pero no me gusta trabajar, no quiero trabajar, ¡Quiero ser escritor!
-¿Por qué no escribes, entonces?
Pablo se paró frente a la estantería donde cientos de libros descansaban pacientemente.
-Tengo que conseguir dinero...
-A ver, seguro que tienes algún lugar donde ir a vivir. ¿Tus padres no tienen ningún otro piso en Madrid?
-¡No, solo este!
-¿Y no tienen ningún otro piso desocupado, en alguna parte?
-¿No, qué te crees? ¿Que mis padres son terratenientes o...? –dejó de ojear el tomo de Ranma ½ que había tomado- Bueno, sí que hay una casa...
-¿Sí?
-Un viejo chalet, en La Rocosa... lo hizo construir mi abuela, pero por problemas con la herencia, ya nadie va allí...
-¿La Rocosa? ¿En Tarragona?
-Eso es. Pero es una casa de verano muy hecha polvo y...
Borja mojó una de las magdalenas del desayuno en la salsa de tomate, y empezó a mordisquearla mientras se levantaba.
-¿En la Rocosa, eh? Escucha, creo que sé qué puedes hacer para solucionar tu problema... ¿Tienes coche?
-No, no, no sé conducir.
-Se me ocurre un negocio en el que podríamos embarcarnos juntos, tú yo...
-¿Sí?
-Sí, pero antes tenemos que ir a dos sitios. A la tienda de cómics y a hablar con un amigo mío.
-¿A la tienda de cómics?
-Eso es, amigo. –Borja le guiñó un ojo- Vamos a vender tu preciosa colección.
El suelo retumbó cuando Pablo aterrizó con su vasto trasero.
-¿¡Qué!?
-¿Quieres solucionar tus problemas, o no?
-Yo... yo...
-¡Pues recuerda que sin sacrificio no hay victoria!
-Esa frase es de Transformers.
-¡Razón de más! ¡Vamos, coge una caja y a empaquetar!
La hamburguesa era pequeña y seca, aunque disfrutaba de un higiénico aspecto plastificado. Dudando, Pablo le acercó la dentadura.
-Esto no sabe a nada... Y se me ha pringado el bigote de salsa secreta.
-¡Eso es porque no le has puesto los complementos adecuados! Observa atentamente. Primero, abrimos el bollo. –La carne gris y apretujada salió a saludar, envuelta en la conocida salsa secreta de Wimpo’s. Parecía la planta del pie de un elefante que hubiese pisado mayonesa y algunos pepinillos.- Ahora le ponemos Ketchup –Borja vació el sobrecito del aguado líquido rojo- y mostaza... –Una densa masa amarilla se precipitó sobre el pie del paquidermo, rodeada de una especie de agua verdosa.
-¿Me tomas por idiota? –Pablo se sentía más agresivo de lo normal. Estaba disgustado por haberse tenido que desprender de sus juguetes y tebeos.- Eso ya lo había hecho.
-¡Ah, pero es que falta el ingrediente secreto! –El hombre moreno rebuscó en su mochila hasta sacar un bote de plástico- ¡Miel de caléndula!
-¿Miel?
-Sí, toma, ponte tu también.
-No, da lo mismo, tengo tanta hambre que quizás me comería incluso un par más de estas... hamburguesas... –mordió de nuevo, sin demasiada convicción.- Nunca me ha sentado bien esto de saltarme la comida. ¿Por qué hemos tenido que patearnos toda la ciudad con mis cosas a cuestas?
-¡Esos tenderos ofrecían un precio ridículo por una miniatura del Halcón Milenario en casi perfecto estado!
-Que en realidad hubiese estado intacta si no se la hubieses tirado a ese perro callejero. Mi querido Halcón...
-¡Conozco a ese perro! Nuestros caminos se han cruzado varias veces en las duras calles de esta ciudad. Es mi archienemigo.
-Y nos hubiesen dado más por mis X-men si no te hubieses metido en la caja donde los llevaba...
-¡Es que por la esquina había aparecido el agente Galindo!
-Te digo que no podía ser el mismo policía que ayer...
-¡Claro que sí!¡Es mi archienemigo! Me encuentro a ese policía hasta en la sopa.
-Son muchos archienemigos para una sola persona, ¿No?
-Ni te lo imaginas... Por alguna razón, tengo más archienemigos que tú granos y espinillas.
Pablo sorbió un poco de su coca-cola.
-No me sorprende tanto como crees.
Borja desvió la mirada hacia las paredes, pintadas con coloristas paisajes con fuentes de batido, flores-patata frita y risueños hombres hamburguesa celebrando las acrobacias de una especie de mago vestido con los colores de la empresa de comida rápida.
-Ese de ahí es el Fantástico Wimpo. –señaló con una patata.- Hubo un tiempo en que trabajé disfrazándome de él para animar cumpleaños infantiles.
-¡Oh! ¿Eras bueno?
-Nunca he sabido hacer un solo truco.
-¿Y los niños no se quejaban? ¿Ni sus padres?
-Nadie tenía demasiado qué decir cuando, al empezar el espectáculo, partía con una mano el listín telefónico.
-Oh...
Comieron, en silencio, unos instantes.
-Al final tuve que dejar de hacerlo cuando Wimpo’s mandó a un equipo de matones profesionales para que no usase más su marca sin licencia.
-¿Qué pasó?
-Me persiguieron por toda la ciudad, pero al final me escabullí dentro de un carguero.
-¿Un carguero?
-Transporte de bloques de cemento hacia Perú. Yo dormía en el contenedor B-507.-Untó con un poco más de miel lo que le quedaba de hamburguesa.- Fue un viaje interesante.
-Creo... creo que voy al baño.
-Pues aprovecha para asearte, esta noche nos vamos de fiesta al Marvelino.
Los ojos de Pablo batallaron por subirse a la punta de su nariz mientras la mandíbula hacía esfuerzos por desencajarse.
-¡Al Marvelino! ¡Yo conozco a alguien que suele ir al Marvelino!
-Pues sí, iremos a ver a una vieja amistad. Se llama Cris.
Pablo sintió cómo el elefante que acababa de tragar le empezaba a patear el estómago. ¿Irían a ver a Cris? ¡Era precisamente de quien hablaba! Su corazón parecía sufrir un brote súbito de síndrome de Tourette. Corrió al baño, a peinarse.
De la mochila, Borja había hecho aparecer una americana de pana granate, más brillante que la de pana marrón que solía llevar. Debajo, la camiseta apretada de siempre, con el eslogan “Surrender to Teatime”, que se contorsionaba como podía para intentar contener sus pectorales abultados. Los pantalones sufrían aún más, porque parecían ser de tres o cuatro tallas menos de las que Borja hubiese necesitado, lo cual los situaba en las líneas de moda para niños de 10 a 12 años. Viendo esto, los mocasines disimulaban como podían, temiendo ser sustituidos por calzado que también fuese demasiado pequeño si se les ocurría llamar la atención.
Detrás, siguiendo su paso decidido con un deambular más bien pesado y errático, Pablo soñaba. Tenía los tres rizos que aún conservaba en la cabeza perfectamente peinados, igual que su barba rizada y poco cuidada. Había insistido en pasar por casa para cambiarse, y en vez de uno de sus acostumbrados polos triple XL y sus camisetas de manga larga, llevaba una satinada camisa violácea, más extensa que una sábana corriente. Los pantalones, negros, igual que los zapatos, los había elegido porque solo sabía combinar la ropa basándose en personajes de ficción que conociese. Y la ropa de Waluigi era lila y negra.
-¡Vamos, Pablo, date prisa!
Éste murmuró ausente. Tenía la cabeza en otra parte, que era a la vez el pasado y el futuro inmediato. Se dirigían a Marvelino a buscar a Cris. Su Cristina, que era asidua del Marvelino desde que se había mudado a Madrid, un año antes que él. La recordaba, sentada en clase, a su lado. Menuda y pelirroja, con una cándida timidez que la llevaba a ocultarse de la vista del profesor. Esa muchacha le había conquistado ya con la primera palabra que le había dirigido. Siempre la recordaría, con un nudo en la garganta: “Qué”.
Y ahora se dirigían a verla, a buscarla para, de algún modo, solucionar sus problemas y ser felices para siempre. Algo que él nunca se había atrevido a hacer solo cuando, al exponerle su enamoramiento por internet, ella le había contestado “No te ralles”.
Pero ahora ya la podía imaginar, con la larga melena roja revoloteando tras su cabeza bailarina, sus facciones cubiertas de graciosas pecas rosadas transpirando felicidad y diversión...
-¡Pablo, ahí está!
-¡Dónde! ¿La has visto?
-Sí, ahí está la discoteca.
-Ah, la discoteca...
Borja volvió a señalar el cartel luminoso antes de dirigirse a un contenedor de papel para reciclar. Lo abrió.
–¿Qué estás haciendo, Borja?
–Dejar aquí la mochila... paso de pagar dos euros en el guardarropía. –Cerró el contenedor- Sígueme.
Ante las puertas, una jauría de jóvenes a la moda luchaban contra las nieblas del alcohol para mantener el equilibrio mientras se agolpaban frente a la sombría mirada del gorila. Un apelativo que le encajaba especialmente bien. Era un gigantesco hombre con la tez de un marrón intenso, poblada por facciones más simiescas de lo que el caricaturista más racista hubiese podido pintarrajear. Tenía la cabeza coronada por una embozada pelambrera tan negra y áspera como su barba. Un jersey de cuello alto, negro, y unos prietos pantalones de cuero del mismo color acababan de completar el personaje.
-¡Buenas!
Borja se había escabullido, aprovechando su pequeño tamaño, entre la tambaleante mole de aspirantes a entrar, y había arrastrado al gigante de Pablo tras de sí. Como no era tan pequeño como Borja, se había llevado varias miradas amenazantes de los que se habían visto empujados por su blanda masa. Eso de “buenas” no pareció ser demasiado del agrado del gorila.
-¿Qué quereis?
-Pues veniamos a bailar un ratito, ya sabes... menear las caderas, mover el esqueleto, mojar un poco el gaznate y quizás conocer a alguna amiguita... ¿Me sigues, verdad?
Los pequeños ojos amarillentos del matón se hundieron aún más bajo su ceño protuberante. Enseñó los dientes al hombrecito que parloteaba frente a él, que a duras penas le llegaba a la cintura.
-Lárgate, enano.
Pablo, que esperaba que quizás Cris o alguna de sus amigas estuviese entre la multitud, hinchó el pecho y se irguió ligeramente.
-¿Acabas de llamar enano a mi amigo?
La oscura masa de bíceps clavó los ojos en los del balbuceante postre de gelatina.
-Eso he hecho.
-Ah. –Su cabeza pelada se hundió entre los hombros- Ah. Vale, es que... Me había parecido que no lo había oído bien. Pero sí. –rió nerviosamente y se señaló los oídos- ¡Todo bien en la sección de audio!
-Oye, amigo, -Borja no había dejado de sonreir en ningún momento- es que estamos aquí para ver a Juan. Estamos en su lista.
-¿La lista de Juan? ¿Qué Juan?
-Bueno, espera, que solo sus amigos del cole lo llamamos Juan. Después siempre se hizo llamar Felipe.
-¿Felipe? No conozco a ningún Felipe.
-¡No puede ser, hombre! Si me ha dicho esta misma tarde que me pondría en la lista. “Tu solo habla con mi amigo, el de la puerta, y no tendrás ningún problema”.
-Oye, enano, no...
-Tienes que conocer a Felipe. Un chico así, joven, no muy alto, pelo castaño, dientes... ¿O a lo mejor se refería a algún otro “amigo de la puerta”?
-Escucha...
-¿A lo mejor se refería al propietario? ¿Sale él alguna vez a la puerta?
-Bueno, a veces sí. Pero yo no conozco a ning...
-Ah, entonces seguro que era él con quien yo tenía que hablar. ¡Ahora que lo pienso, estaba claro! Más de una vez me había dicho que salía con la hija del propietario de un club famoso de XXXXX. Seguro que es él.
-Yo no...
-No, ya lo entiendo, estás haciendo tu trabajo. Es una pena, porque Fernando nos había dicho que no habría ningún problema. Ya nos vamos. Espero que no se enfade, claro, porque es de los que no se callan nada.
-Espera...
-Y, claro, seguro que se lo dice al jefe, que no nos has dejado entrar. ¿Pero tu eres un buen chico, verdad? ¿Cómo te llamas?
-¿Yo? Ernesto. Pero, escu...
-Sólo cumples con tu obligación. Seguro que tu jefe lo comprende y no se enfada porque no dejases pasar a los amigos de la infancia de su querido NUERO, a los que hacía años que no veía. Si me preguntan algo pienso decirlo claramente. “Ernesto no nos dejó pasar, pero es que es un buen chico y cumplía con su obligación. Vamos, Pablo, vámonos.
-¡Espera, espera! No os vayais.
Borja, que no había dado un solo paso, sonrió.
-Muchas gracias, amigo. Me aseguraré de comentarle a Fernando que eres tan buen chico, Ernesto.
-Gracias, señor. Que se diviertan.
El local era más oscuro que la calle, aunque en su defensa se debía decir que era una oscuridad interrumpida por frecuentes destellos de luces de colores variados. Y si afuera esperaba una ebria multitud de seres engalanados y apretujados, en las profundidades de Marvelinos la multitud, aún más ebria y apretujada, se movía siguiendo el ritmo del poderosísimo sintetizador y los influjos del alcohol. Borja tiró con fuerza del hombro de Pablo, que se agachó casi hasta donde daba de sí su maltrecho físico.
-¡Hay que buscar a Cris! –Gritó- ¡Me habías dicho que sabías quien era, ¿Verdad?!
-¡¿Qué dices?! ¡¿Qué ahora quieres beber algo?!
-¡Con la música no te oigo! ¿Qué dices de mi chaqueta?
-¡Ahora no es momento de beber! ¡Creía que me habías dicho que buscaríamos a Cris!
-¡El guardarropía es demasiado caro! ¡Por eso he dejado la mochila fuera!
-¡Haz lo que te parezca! ¡Yo buscaré a Cris!
-¡Estate tranquilo, que con la americana no tengo calor! ¡Vamos a buscar a Cris!
Con un gesto, Borja les indicó que se separasen, y empezó su ágil deambular entre la multitud, mucho más alta.
-¡Espera, Borja! ¡¿Tu no querías beber?! ¡La barra está hacia este lado! ¡Hacia donde vas tu solo está el DJ!
Pero la menuda figura ya se había perdido entre la marea de cuerpos.
La vista de Pablo se concentró en buscar los reflejos rojizos del pelo de su amada en medio de la oscuridad cegadora que lo rodeaba todo. Cabezas en movimiento, brazos alzados, sonrisas dentudas, ojos brillantes, pendientes balanceándose, vasos que se caen, cañitas que saltan, besos y caricias correspondidos, besos y caricias cocorrespondidos con gritos, bofetones y novios de pectorales hinchados. Pablo intentaba caminar en medio de la confusión, muda por culpa de la música, y cada vez que tocaba a alguien murmuraba alguna excusa que ni siquiera él conseguía oír. Todo eran rostros desconocidos, y cuerpos bien vestidos que no pertenecían a nadie de quien supiera el nombre. Y, de pronto, justo al lado de la barra, vio el pelo que había estado buscando. La larga melena carmesí, y los hombros finos y pecosos.
Entre disculpas y titubeos, nadó entre los montones de carne joven y danzante, sufriendo pisotones, quemaduras de cigarrillo y duchas etílicas, pero, al fin, llegó. Extendió, esperanzado, la mano, y la posó sobre la deliciosa espalda de Cris, que se dio la vuelta.
No era ella.
Pablo intentó retroceder, avergonzado, pero la muralla de cuerpos que tenía detrás de sí lo volvió a empujar hacia la muchacha. Ella lo miraba, con los ojos entrecerrados y la gratuita sonrisa de los borrachos.
-¡Perdón! –gritó él al fin, rojo hasta las orejas- ¡Te había tomado por otra!
Ella parpadeó, lentamente, e intentó avanzar, tropezando ligeramente. La divirtió increíblemente el hecho de haberse tirado la bebida encima. Tomó a Pablo por la mano y lo arrastró, con torpeza, hacia un chico largo y delgado que intentaba hablar con el camarero. Con gestos, la pelirroja le llamó la atención. Alzó dos dedos, y después se señaló a si misma y a Pablo. Se carcajeó, aunque la música ahogaba completamente cualquier sonido. Le tendió un vaso a Pablo.
-¡No, gracias! ¡Yo no bebo!
La chica lo vació de un largo trago, antes de animar a Pablo, con gestos, para que también lo hiciese. El muchacho delgado la imitó, manteniéndose en pie con las dificultades propias de un espagueti que ya lleva un rato en agua caliente. Otros miembros de la tropa gesticulaban también para que bebiese.
Lo tragó tan rápido como pudo.
La boca, la garganta y el estómago se quejaron, quemados. Una constelación de burbujas de calor empezaron a revolcarse por su barriga. De pronto, los finos hilos que aguantaban el peso de sus músculos faciales se soltaron, y los pensamientos empezaron a andar con cautela y resbalar por su cerebro recién congelado. Por alguna razón, eso hizo que sus labios sonriesen.
El joven delgaducho se le acercó, con otro vaso en la mano. Él lo aceptó, mientras se abrazaban, y éste le gritó al oído. Pablo entendió solo que “gratis” y que “es mi cumpleaños”. Vació el segundo vaso tan deprisa como el primero, y esta vez las quejas de su tracto digestivo fueron mucho menores.
No sabía cuanto rato había pasado, ni cuantos vasos habían precedido al que tenía en la mano. Le sonaba haber bailado con alguien, haber tumbado a alguna persona sin quererlo y excusarse torpemente, haberse abrazado y divertido con la tribu de borrachos que lo había adoptado. Pero no sabia cómo, ni qué ni en qué orden. En ese momento, se encontraba cerca de una pared, y la pelirroja y un amigo suyo le intentaban consolar. Él lloraba por su estupenda colección, por su Bobba Fett clásico, su colección de Los Ultimates, sus tomos de la “edición definitiva” de Dragon Ball. Todos ellos convertidos en simples billetes bancarios. Y lloraba, también, porque sus padres habían descubierto su montaje. Pero, sobre todo, los que le hacían derramar lágrimas eran Han Solo y Asterix el Galo, Homer J. Simpson y el Dr. Who, Jean Luc Picard y Peregrin Tuc.
Por alguna razón solo conocida al aguardiente, rechazó con un gesto a la chica y al amigo, y caminó unos pasos entre la multitud y la pared. La chica lo siguió, y le tiró de la ya muy sudada manga. Él se dio la vuelta y, al hacerlo, se sintió especialmente mareado. Caía hacia atrás, hacia el muro, y para sostenerse, extendió el brazo y se asió a una barandilla. Que, con un sonoro “clac”, extrañamente audible entre la música, cedió. El muro se apartó y Pablo rodó por el suelo. Las canciones cesaron, interrumpidas por una atronadora campana. Los bailarines chillaron, aterrorizados por la alarma de incendios, y se dirigieron en masa hacia la puerta de emergencia que se acababa de abrir.
Sintió el crujir del cojín, en la penumbra. No estaba en su cama. Pero conocía el lugar sobre el que estaba tumbado: su sofá. Intentó levantar la cabeza de la almohada, pero un fortísimo mareo le saltó sobre la cara, con los pies juntos, y parecía que le gustaban las botas militares. En situaciones como estas, sus héroes de ficción favoritos siempre preguntaban lo mismo. “¿Dónde estoy?”. Pero la voz de Pablo, afónica y empapada del hedor a alcohol regurgitado, tenía otras preocupaciones más importantes.
-Agua...
Pasaron unos instantes antes de que una voz respondiese. Era atronadora y cada sílaba que llegaba a su cerebro explotaba en un mar de puñetazos mentales.
-¿Cómo que agua? ¡De eso nada!
-No grites...
-¡Arriba esos ánimos! ¡Te he preparado mi remedio infalible para la resaca!
-Yo no quiero... solo... dame agua...
-¡Toma esto! ¡Delicioso batido de cuca-monga anti-resaca!
-Puaj... no, no, no creo que pueda comer... tengo el estómago revuelto...
-¡Claro, te has pasado toda la noche vomitando! ¡Pero ya verás qué bien que te sienta esta cuca-monga especial! ¡Asienta el estómago y calma la resaca!
-No grites...
-¡Bebe, bebe!
-Vale, pero no grites...
-¡Y cuando acabes, derechito a la ducha! ¡Que hoy hay que trabajar!
-¿Qué? ¿Trabajar? No creo que yo...
-¡Manos a la obra!
Borja alzó a su amigo destrozado, le puso algo de ropa entre los brazos y lo empujó hacia el lavabo.
-¡Y date prisa! ¡En una horita justa, Cris pasará por aquí con el coche y tenemos que haber recogido todas tus cosas para el viaje!
En el espejo, sobre las ruinas de carne flácida que era la cara de Pablo, se enroscó una sonrisa.
Los carteles de la autopista avisaban de la distancia que había hasta Barcelona. En el asiento del copiloto, Borja roncaba. Detrás, Pablo deseaba imitarle, sin éxito, porque la “cuca-monga anti-resaca” contenía aproximadamente la cantidad de cafeína que consumía el sindicato de guardias nocturnos en un mes. A su lado, cajas de cartón llenas con la ropa y alguna de las demás pertenencias de Pablo que no habían acabado revendidas en una tienda de tebeos. Y en el asiento del conductor, Cris.
Pablo todavía sentía el desagradable nudo en la garganta de tristeza y decepción, que mezclados con la nausea post-alcohólica, parecían intentar hacerle un exámen de próstata sin percatarse de que se habían equivocado de agujero.
La noche anterior, Borja sí que había conseguido encontrar a Cris en Marvelinos. Pero ese “Cris” no era el diminutivo de “Cristina”. Al volante de su destartalado MODEL DE COTXE se encontraba Cristian Darío. “Cris” para los amigos.
Abrazando a su amada Scarlett, Pablo no podía dejar de maldecirse por estúpido, por creer que el nombre de “Cris”, puesto al lado de “Marvelinos” solo podía hacer referencia a su idolatrada pelirroja. Se repetía mentalmente, enfadado, que Cris podía hacer referencia a centenares de asiduos al local, gente tanto o más aficionada a esa discoteca que Cristina.
Aunque Cristian no era un desconocido. Tanto él mismo como Borja habían estudiado con él un par de años, en la ESO. Seguía teniendo el mismo aspecto: un chico delgado pero robusto, con ojos azules y pelo rubio y erizado... Y barbilla. Mucha barbilla. Una mandíbula cuadrada y firme que se proyectaba hacia los lados intentando huir, asustada, del imponente mentón, que exhibía orgulloso su hoyuelo como las plumas de color de un pavo real. Una barbilla y una mandíbula que hacían que su cabeza rubia se erigiese como una pirámide en miniatura, una de las maravillas del mundo antiguo transformada en una máscara de sonrisa permanente y titánica y ojos de agua cristalina. Un personaje de dibujos animados diseñado por Seth McFlarne. ¡Qué barbilla!
Pero, aunque habían estudiado juntos, Pablo nunca se habría atrevido a decir que eran amigos. Sus amigos eran esas personas que no solo no le escupían al verle, sino que a veces incluso le hablaban. Con Cristian debió de haber cruzado quizás un par de frases en los dos años que se sentaron uno al lado del otro, y más de la mitad versaban sobre el préstamo de lápices o bolígrafos.
Y ahora se dirigían a Barcelona, siguiendo el plan que la bella durmiente ni se había molestado en explicar.
-¡Bueno, Pableras! –empezó el conductor tras casi una hora de silencio- ¿A qué te dedicas?
-Soy escritor...
-¡Otro artista! ¡Yo pincho en Marvelinos!
-¿En serio?
-¡Sí, tronco! Vale que ellos no querían mis sesiones, pero ofrecerte a llevarle la bebida al DJ residente abre muchas puertas.
-Claro, contactos...
-No, no. Laxantes.
Ambos se rieron, pero algo en el timbre de la risa de Cristian decía que no bromeaba. Se mantuvieron en silencio unos minutos. Al fin, el eternamente sonriente Cristian volvió a hablar.
-¿Y siempre has sido escritor?
-Sí, en realidad sí. Pero es complicado.
-Ya ves. Yo antes solo pinchaba en los ratos libres.
-¿Y a qué te dedicabas?
-Voluntario. Cuidaba viejas.
-¡Oh! ¡Siempre me han dicho que el voluntariado llena mucho!
-Que va, no pagan. Pero las yayas no suelen ver bien, y tienen un montón de cosas guapas en casa que se pueden vender por un pico en mercadillos y así.
-¿Qué?
-La verdad es que ese trabajo normalmente es un chollo. Las viejas están cansadas y se pasan el rato sentadas mientras tú estás a lo tuyo. Aunque la última...
Pablo aferraba con nerviosismo a su portátil Scarlett. Cristian siguió, sonrisa en boca.
-La última era una abuela marchosa de esas que crees que existen solo en los anuncios. Siempre en movimiento, iba a clase de guitarra, de encaje de bolillo, de informática, de reparación de calzado... Y yo siempre detrás, trotando como un capullo.
-¿Y por eso dejaste el voluntariado?
-No, es que tuve la mala suerte de que alguien me vio cuando la empujaba por las escaleras, a ver si se rompía algo y pasaba unos meses quietecita en casa.
Pablo asió el tirador de la puerta con fuerza. El seguro para niños estaba puesto. No podría escapar en un peaje. Aunque ahora dormía, Borja lo había previsto todo.
El coche esperaba, en una esquina de la Avenida de Chile. El gigantesco bloque de edificios de redondeadas terrazas retro se alzaba, ominoso, proyectando su sombra sobre el paseo desierto de nombre latinoamericano. En el decimotercer piso era donde vivía una tía de Pablo, una de las muchísimas facciones unipersonales y enfrentadas que constituían su familia. La tía Esmeralda. Desde que era pequeño, Pablo había temido a su tía, tanto como al diabólico clown que esperaba que saliese de un momento a otro del váter, desde que había visto parte de cierta película que no debía. O incluso más, porque en lo más profundo de su mente, sabía que el payaso infernal era falso, nacido de la mente de algún perturbado que disfrutaba inventando historias que le asustasen. Pero su tía Esmeralda era real. ¿Y qué niño pequeño no se sentiría aterrado ante una figura encorvada y huesuda, viva imagen de la bruja de Blancanieves, y presa de un fervor religioso oscuro y amargo como la bilis que rezumaban con frecuencia sus palabras?
Pablo había avisado a Borja de todo esto, pero él insistió. Debían conseguir una llave del chalet de La Rocosa, y la única persona que tenía llave en Barcelona, a parte de los padres de Pablo, era la tía Esmeralda. Antes de subir a verla, se arregló para la ocasión. Desechó la apretujada camiseta para sustituirla con una sobria camisa negra, metida por dentro de los negros y ceñidos pantalones. Produjo también del interior de su mochila un cinturón del color del carbón, y dos zapatos brillantes como el azabache.
-Tu hablas con ella y yo me mantengo en segundo plano, en el recibidor. –le dijo a Pablo mientras ascendían en el lento y estrecho ataúd metálico que era el ascensor.
El piso trece. Llamó a la puerta. Un grito parecido a un graznido, “¡Adelante!”, mientras un zumbido de silla eléctrica indicaba que el pestillo se abría de manera automática.
El recibidor. Arcones, baúles, grandes armarios, un crucifijo. Todo iluminado por una pequeña bombilla de bajo consumo, que lo sumía todo en la tiniebla. Los muebles antiguos parecían respirar con el pesado y polvoriento aliento de los gigantes. Las estampas reuhían su mirada en una expresión de beato sufrimiento e iluminación. El Jesús crucificado seguía muerto y colgando después de su larga tortura.
-¡Quién es! –Amenazó la voz, desde el salón.
Pablo, nervioso, avanzó un par de pasos.
-Soy yo, Pablo, tía Esmeralda.
Entró en la inmensa sala. Una bombilla tan ridícula como la anterior iluminaba la estancia, diez veces más grande que el recibidor. Muebles antiguos, objetos antiguos, rebeldes judíos de madera, torturados y colgados, santos penitentes, flores secas, velas y polvo. Y al fondo, en una butaca negra como la noche, la tía Esmeralda. Hacía decenios que sufría una forma muy agresiva de artritis, pero desde el primer día había rechazado ninguna clase de tratamiento. Era un castigo de Dios, y debía purgar su culpa a los ojos del Señor y llevar su carga estoica y sin queja. Clavó en su sobrino los pequeños ojos, centelleantes con el dolor inhumano que había aguantado años y años, que le había agriado el carácter y le había deformado los miembros hasta transformarlos en grotescas protuberancias parecidas a patas de ave. La cabeza, ladeada y huesuda, la coronaba una cascada de pelo todavía negro pese a la edad. La ropa, austera y áspera, era del mismo color.
-Pablo. –Dijo ella al fin.- Eres un mal hijo.
-Yo...
-Tu madre ya me ha contado lo que has hecho. –Pablo nunca había comprendido cómo ante un testamento podían ser enemigas acérrimas, pero, en cambio, estas cosas no dejaban de contárselas- Has mentido y has robado, ¡Y a tus propios padres! Has quebrantado los diez mandamientos. ¿Los recuerdas? “No robarás”. “Honrarás a tu padre y a tu madre”. “No cometerás actos impuros”.
-¿Qué? ¿Actos impuros?
-Se te ve en la cara que los pensamientos impuros no te faltan. Eres un pervertido.
Si no hubiese estado muerto de miedo, quizás se hubiese atrevido a contestar algo, pero en vez de eso hundió ligeramente la cabeza entre los hombros y guardó silencio.
-¿Qué has venido a hacer aquí, Pablo? ¿Quieres robarme a mi también?
-No, tía Esmeralda, no... Yo...
El cuerpo de la anciana se tensó, con un crujido, y la garra de cuervo que era su mano derecha se alzó, señalando amenazante.
-¡Arrepiéntete de tus pecados, y no vuelvas hasta que no lo hayas hecho!
-Tía Esmeralda...
-¡Largo de aquí, impío!
Y, súbitamente, una figura menuda y musculosa penetró en la habitación.
-Querida, querida... ¡No se enfade con esta pobre alma perdida!
-¡Quién es usted!
Borja se acercó a la anciana, haciendo gesto de bendecirla.
-Soy el padre Miguel.
Pablo lo miró, con la boca abierta. No sabía de donde la había sacado, pero Borja había improvisado un alzacuellos con una cartulina blanca. Junto a sus ropas completamente negras y al tono en el que hablaba, pausado y pegajoso, conseguía que uno desease arrodillarse en una cabina de madera y contarle, a través de una rejilla, pecados y más pecados que expiar, incluso aunque fuesen inventados. La idea de ser perdonado por una figura tan serena y apacible, tan puramente sacerdotal, resultaba casi irresistible.
-¡Oh, padre! –Por primera vez en muchos años, la expresión de la anciana no era de enfado, sino de sorpresa- ¿Qué haceis vos aquí?
-He debido intervenir al oir lo que usted estaba diciéndole al pobre Pablo.
-¿Pobre? –La anciana le besó el dorso de la mano- ¡Ese demonio ha estado viviendo del engaño y la buena fe de sus padres desde hace años!
-Ay, pobre Pablito... Juzga usted con demasiada dureza a este muchacho. Hay algo que no sabe, ni usted ni sus propios padres. Algo de lo que Pablo se avergüenza terriblemente y que explica su comportamiento.
-¿Y qué es, Padre?
-Un muchacho bonachón e inexperto como él, al mudarse solo a una gran ciudad desconocida como Madrid... Cayó presa de uno de los más terribles males que azotan este mundo de Dios.
-¡Oh, no! ¡Es un invertido!
-No, no, buena señora. Pablo fue captado por una secta.
-¡Ay Dios mío! –La figura reseca se santiguó, cerrando los ojos.- ¡Una secta!
-Sí, la secta de los Transeúntes Iluminados del Mesías Orgulloso... Una organización liderada por un ser despreciable, Ernesto Sanramoni, experto en captar a jóvenes vulnerables y desamparados como Pablo.
-¡Ay Ay, mi pobre criatura!
-Sí, se trata de un grupo que lava el cerebro de los jovenzuelos desprotegidos y les obliga a conseguir dinero y más dinero para ese falso culto.
-¡Y yo te he contestado mal, pobrecito niño! ¡Cuando habías venido a pedir mi ayuda! ¿Qué era lo que querías, querido?
-Pues yo, tía Esmeralda...
-Verá, hace unas semanas encontré a Pablo perdido y abandonado y, con la gracia de Dios, conseguí devolverlo al buen camino y hacer que abandonase la secta.
-¡Dios lo bendiga, Padre Miguel!
-Y ahora él quiere dedicar también su vida a liberar de las garras de Satán a los jóvenes que, como él, caen víctima de las sectas. Para lo cual, necesita un lugar donde llevárselos y poderles hablar de la bondad divina, un lugar donde puedan disfrutar de la creación en contacto con la naturaleza para comprender la grandeza del Señor... Un lugar como la casa de veraneo de La Rocosa que afirma que poseen.
-Ay, mi sobrinito. –Llevó, entre crujidos terribles, el brazo del que colgaba un rosario negro a un bolsillo lateral de la butaca y sacó un manojo de llaves.- Toma, son de todas las puertas de la casa de La Rocosa. ¡Acércate para que te de un beso!
Pablo se aproximó, temblando. El terrible ogro, la bruja malvada que solo había visto expeler odio toda su vida, le esperaba con las garras abiertas en su trono oscuro. Sintió sus afilados pómulos clavarse en su mejilla rolliza, y los labios resecos que pinchaban más que su barba desordenada.
-Gracias, tía Esmeralda.
-¿Y ahora, Borja, podrías dejarme un momento a solas con tu tía?
-Yo... Claro...
-Ahora que se ha ido, debo pedirle una cosa, Esmeralda.
-¡Lo que vos queráis, Santidad! ¡Esta familia solo puede estaros agradecida!
-Pablo aún se avergüenza de lo que le ha ocurrido, y no quiere que lo sepan sus padres. Todavía no está preparado para contárselo, y es importante que lo sepan a través de él para que su proceso de recuperación sea satisfactorio y no vuelva a caer en la tiniebla nunca más.
-Lo entiendo. Muchas gracias, Padre. Rezaré por ustedes.
Se sentaron en el coche, en silencio. Cristian, que había estado esperando en su interior, lo puso en marcha. El tranvía se deslizaba, silencioso, a su lado.
-Bueno, Cris. –Pablo lanzó el falso alzacuellos por la ventanilla- ¡A La Rocosa!
El grado de relajación al que llegó después del encuentro con la terrorífica anciana fue tal que ni la cafeína de toda la Cuca-Monga anti-resaca del mundo podría haber evitado que Pablo se durmiese.
Por segunda vez en dos días, Pablo no despertó en su cama. Estaba en el asiento trasero del coche, con la cabeza apoyada sobre una de las cajas de ropa y el cuello retorcido y dolorido. Esta vez sí hizo como sus queridos héroes de ficción.
-¿Dónde estoy?
Pero lo supo al mirar por la ventanilla. Se encontraba en lo más alto de la “Urbanización Pirata”, una de las urbanizaciones más exclusivas de la costa española. En la posición más elevada de la alta colina, se alzaba el chalet de su familia. Sin duda, una casa lujosa, pero parecía una caja de nevera que ha sido desocupada recientemente por un mendigo incontinente al lado de las mansiones con las que compartía calle. Eso era porque su abuela, con buen ojo, había comprado tres terrenos cuando eso no era más que yermo territorio rocoso (de ahí el nombre de la zona, La Rocosa, conocido desde tiempos antiguos por su configuración geográfica). Ante la burla de sus parientes más cercanos, no se atrevió en invertir en los terrenos circundantes.
En diez años, todos los terrenos tan baratos que ella había deseado comprar se habían convertido en la Urbanización Pirata y en un paseo costero lleno de tiendas, una zona de hoteles y un área de discotecas entre otras.
Sin aprender que su familia no era demasiado de fiar, la abuela había dejado en herencia los tres terrenos, uno contenía el chalet, otro la piscina y otro un jardín, sin especificar a quién correspondía cada cual. Y desde entonces, nadie había puesto un pie en el edificio, tierra de nadie pero de todos en medio de una inacabable batalla por la herencia.
Las reuniones familiares de Pablo siempre habían sido la monda.
Intentó abrir la puerta, pero el seguro infantil estaba puesto. Empezó a vociferar y a golpear la ventanilla.
-¡Calma, tronco! –Cristian acababa de abrirle- ¡Que me romperás el cristal!
Pablo deslizó como pudo si inmensa masa por la portezuela, y se estiró con los miembros entumecidos. Borja apareció también. Cristian y el habían estado sentados a la sombra, un poco más allá.
-¿Por qué no me despertasteis anoche? -se lamentó Pablo- ¡Tengo la espalda molida!
-Lo intentamos, tronco... Pero estabas sobadísimo.
-¡Sí, Pablo! Y, además, te habías tumbado sobre las llaves... Hemos dormido todos en el coche.
-Y esta mañana hemos ido al supermercado ese del final de la calle a desayunar unos cruasanes guapos guapos.
-¡Oh, cruasanes! ¡Me encantan!
-Lo siento, Pablo, pero no hay tiempo. ¡Tenemos mucho trabajo que hacer!
Que Borja hubiese dicho “mucho trabajo” parecía indicar que era un alma amable, y que no quería que el pobre chalet se sintiese ofendido. El gran caserón, con todas las puertas y ventanas cerradas con planchas de madera, rejas y barrotes, había disfrutado en algún momento de paredes blancas y un gracioso techo de teja roja. Pero eso había sido antes de que muriese su propietaria, y la encarnizada lucha de buitres por la carcasa aún fresca de ese cadáver de ñu con vistas a la playa hiciese que ninguno de los miembros de la familia pusiera un solo pie en ella. Y habían pasado casi veinte años.
Cierto, parte de la guerra de testamentos dependía de que la persona que en esos momentos ostentaba la posesión de alguno de los tres terrenos los mantuviese en buen estado, para mostrar que el lugar les interesaba. Pero, por alguna razón, los tres encargaban este mantenimiento al mismo hombre, un musulmán parlanchín llamado Osama que había trabajado para la familia desde siempre.
Pero la guerra, aunque sea de testamentos, no es limpia. Y el pariente que, en esos momentos, parecía pagarle el extra más sustancioso para que no se ocupase de los terrenos de los demás era el propietario de la piscina, un hombre de la misma talla y peso que Pablo con un ridículo defecto de pronunciación y lengua gorda y abultada.
La puerta de metal de la verja carcomida por el óxido del agua salada se abrió con un chirrido, acompañado de una lluvia de copos de hierro negro y marrón. La larga rampa de piedra ascendía hasta un caminito de la misma piedra, que llevaba al jardín de piedras. O lo que lo había sido, porque en esos momentos las malas hierbas parecía que hacía siglos que hubiesen establecido su poderío sobre esa tierra, estableciendo dinastías vegetales que solo habían compartido su soberanía con los ya enormes árboles que su abuela mandara plantar para que diesen sombra. Y esas malas hierbas no tenían suficiente con el jardín, porque se esforzaban ferozmente para establecer pequeñas colonias de pioneros en cualquier resquicio de la piedra del camino, entre las baldosas del porche de la casa, en las grietas de la pared, ahora amarillenta, e incluso de las tejas, de un granate oscuro y añejo. Al lado de la casa, al otro lado del camino, había una verja podrida y mohosa, y más allá, la piscina, que brillaba impoluta como una joya turquesa en medio del espesor silvestre de la decadencia y el abandono. El terreno de más allá, supuestamente un jardín con unos cuantos pinos, se había degradado lo suficiente como para volverse un bosque espeso y oscuro.
El interior de la casa no era mejor. Con dificultades, abrieron la verja de la puerta principal para encontrarse con un comedor lleno de niebla. O, más bien, de telarañas y polvo acumulado y mezclado para formar un repulsivo algodón de azúcar, entre las rendijas del cual se podía ver la esquina de algún mueble, alguno de los escalones o algo de pared.
El trío observó las tinieblas, en silencio, hasta que Pablo dio un bote y terminó de espaldas en el suelo, gritando. Le había parecido ver una araña. Diez arañas. Centenares de arañas. Su grito enmudeció de pronto, pero no desapareció su agitación: por uno de los arcos del porche, un ratón repulsivo correteó hacia uno de los árboles. Esquivó varias babosas, con su preciada caza, un escarabajo que se retorcía entre sus dientes, bien sujeta. Estaba muy turbado, pero incluso le pareció que, al mirar hacia el árbol, había visto a un chimpancé. (MUECA?)
Después de patalear un rato, consiguió levantarse, justo a tiempo para ver como sus dos compañeros se marchaban a “comprar provisiones”. “¡Mientras, empieza a adecentar el sitio! Nosotros regresamos enseguida.”
Anochecía cuando Borja y Cristian subieron por la rampa de entrada. En el porche, tumbado, yacía Pablo, con los ojos desencajados. Frente a él, también en el suelo, el portátil Scarlett, el módem inalámbrico rojo y brillante colgando a un lado, como la lengua de su propietario. En pantalla, la pagina de Telepizza. Pablo la observaba, sin verla, respirando superficialmente y babeando las sucias baldosas. Una araña la bailaba lo que parecía ser una animada copla sobre la nariz.
-¡Tío, Borja! ¡A este le ha dado un chungo!
El hombrecito se agachó a su lado y lo empujó ligeramente. Pablo gimió.
-¿Pero qué le ha pasado?
-Yo ya lo había visto antes. Le pasó algo parecido a una de las viejas que cuidaba.
-¡A lo mejor le ha picado esa araña! ¿Eso le pasaba a tu anciana?
-No sé...
-¿Qué hiciste para curarla?
-No, si yo me largué. Ya se había acabado mi horario de voluntario.
Pablo se estremeció. Con voz de ultratumba, chirrió. “Comida...”
-Toma, tronco. Hemos traido pizzas.
Como un animalito recién nacido alimentado con jeringa, la ballena varada aceptó con movimientos tenues el pedazo grasiento de Pepperoni con doble de queso. Con la boca aún llena, se esforzó por seguir hablando.
-Yo había... Había pedido una de barbacoa... No pienso pagarla.
-¡No, Pablo, que somos nosotros! Borja y Cristian.
-He pedido una pizza por internet...
-Bien hecho, campeón. –Le dio unas palmaditas en la cabeza a Pablo, que seguía masticando. Con un gesto, señaló al coche, aparcado en un jardincito lleno de maleza a la derecha de la rampa- Cris, empieza a descargar las cajas que yo me ocupo de Pablo.
-Como quieras, tronco.
Cuando Cristian se hubo alejado, Pablo se sentó junto al gigante caído, como un osezno que descansa a la sombra de su madre osa. La osa mayor, por su parte, empezaba a sentirse mejor, e incluso estiró su brazo rollizo para coger otro pedazo del interior de la caja de pizza, que también descansaba a su vera. A cierta distancia, había un largo palo que Pablo seguramente había encontrado entre la maleza. A juzgar por su estado, lo había usado para ir deshilachando las telarañas del interior de la casa, y debía haber podido hacerlo durante bastante tiempo, porque, al menos desde fuera, ya parecía transitable. Pablo observó a la arañita, que seguía con su danza celta para ocho patas sobre la nariz del grandullón. No se atrevía a espantarla, aunque se temía que pudiese haber mordido a Pablo y haberlo envenenado, porque se la veía muy excitada y un sobresalto podía llevarla a descargar de nuevo un pinchazo venenoso sobre el escritor fracasado.
-Borja... Ha sido terrible...
-¿Te encuentras mejor?
-Llevaba ya casi toda la mañana quitando las telarañas con un palo, y para mi sorpresa, no aparecían arañas.-se incorporó, sentándose al lado de su diminuto amigo- Y, entonces, cuando estaba subiendo al piso de arriba...
-¿Qué ocurrió?
-Una horda. ¡Si no fuese imposible, diría que todas las arañas se habían compinchado para atacar a la vez! –para acompañar su narración, nada mejor que la boca llena de pepperoni, así que cogió otro pedazo- corrí hasta el porche... pero me estaban esperando. Más arañas, en las paredes, en las columnas, en el jardín, saliendo de dentro de la casa...
-¡Y entonces te picaron!
-No, eso es todavía más raro. Me rodearon... sin acercarse. Me observaban. Las había grandes como mi mano, de cuerpo pequeño y patas largas y finas como pelos. Las había marrones y nudosas, tanto enromes como minúsculas, y también atigradas y negras. Las había pequeñas, medianas, nerviosas, sosegadas, trepadoras, saltadoras, tejedoras... todas pululando a mi alrededor.
-Eso no puede ser...
-¡Pues sí! –Pablo se ajustó las gafas, y la arañita danzarina esquivó su dedo con una inclinación ágil- Y para morir en paz, decidí pedir una pizza por internet. Pero no llegué a mandar el pedido porque una araña pequeñita y nerviosa me saltó encima y me desmayé.
-¿Nerviosa?
-Sí, casi parecía que bailase. ¡Suerte que ya se ha ido!
-Pablo, mira...
-Si volviese a ver esa araña a menos de cien metros, creo que me daría un ataque. Con sus siniestra alegría danzarina... –Un escalofrío recorrió la columna del escritor- ¿Pero qué decías?
-Pues... –observó al arácnido y su pasodoble.- Nada, que vayamos a descargar cajas.
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