viernes, 4 de septiembre de 2009

Fragmento

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Ayer escribí estas tres páginas de lo que es una novela embrionaria. Pero no me veo con ánimos de darle forma en el poco tiempo que tengo antes de que se me acaben las vacaciones y empiece un día a día que promete ser frenético.
Pero, y eso es lo importante, y no lo que os parece este texto basto y sin pulir... ¿Alguien sabe decirme qué canción estaba escuchando cuando me inventé este planteamiento?


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Miguel Peroni bostezó. Mientras los aparatos gorjeaban y temblaban, observó la fotografía en la pantalla. Un recién nacido, cubierto de placenta, que posaba con el rostro congestionado ante la cámara. “Sergei Olabarre”, según la ficha. Nacido hacía apenas unas horas, hijo de Fernando Olabarre y Vicky Sböjk...Técnicamente, no debía leer nunca las fichas de los pacientes sin saber todavía el resultado de los análisis, pero daba lo mismo, era incapaz de recordar el parentesco de los centenares de individuos que pasaban por su puesto a diario.Por fin, la máquina terminó, y las pantallas más grandes, que hasta entonces habían permanecido vacías, mostraron gráficos y listas de atributos.Comprobó los datos dos veces, realizó un rápido cálculo mental con las cifras de las proteínas y se fijó en los niveles hormonales del bebé, que podían inducir a falsos positivos en alguna de las pruebas. Pero no había discusión posible, su sangre contenía encimas T, signo inequívoco de que en pocos años desarrollaría Nódulos de Takahashi. El niño era un mutante.
Mientras le rugían las tripas, pulsó el botón rojo que ordenaba su inmediata ejecución. Miró el reloj. Si tardaban cinco minutos más, la cena le saldría gratis.

Grabó el correo en que informaba a los Olabarre de que, según el archivo de análisis, sus dos abortos previos y el neonato Sergei habían sido mutantes, y eso significaba que habían perdido el derecho procreatorio por orden del Departamento Estatal de Eugenesia.Presionó el botón adecuado y los datos del ya difunto mutante desaparecieron de pantalla. Los instrumentos de laboratorio, zumbantes al otro lado del cristal, se autolimpiaron, listos para analizar la próxima muestra.
Una fotografía de un embrión abortado acompañaba la ficha de “Masiosare Miller (no-nato)”. Automáticamente, las muestras empezaron a ser analizadas. Miguel se palpó el estómago, ruidoso. Cansado, se reclinó sobre el asiento, que se adaptó a su posición. Se frotó los ojos, y se pasó la mano por el pelo, largo y enmarañado.

Mai no habría dejado nunca que llevase semejantes pelambreras. O una camisa arrugada y mal remendada como la que lo cubría bajo la bata de laboratorio. Pero, según Mai, se encontraban en un matrimonio sin futuro. Y por eso se había marchado, a las colonias, donde “los hombres son hombres y no fracasados sin aspiraciones”.Si solo hubiese sabido esperar un día más...
Pero Mai no había creído, y su falta de fe había atrapado a Miguel en un estado de abandono en el cual su falta de autosuficiencia se hacía más que patente. Pero no desesperaba. Mañana sería un día mejor.

Todavía tenía la figura de Mai ante los ojos cuando recibió una llamada.-Procter & Gamble’s Pizza, –Sonó gris y apagado- le traigo su hamburguesa. ¿Pero esto es un edificio estatal?-No se preocupe, que ahora bajo.
Contrariado, Miguel se quitó la bata de laboratorio. El reloj no engañaba, el repartidor había llegado cincuenta segundos antes de que la comida le fuese a salir gratis.

Se suponía que no podía comer en el laboratorio, pero él siempre lo había hecho y nunca había habido problemas. Cierto, los mandamases advertían de que la presencia de comida cerca del instrumental podía interferir en los análisis, pero... bueno, había calculado que el cristal era lo bastante grueso como para que su hamburguesa pudiese provocar un falso positivo solo en uno de cada cien casos. Y, en todo caso, así adelantaba trabajo. En el tiempo que tardó en comerse el bocadillo, la banana frita y beberse la Coca-cola, analizó a tres abortos, de los cuales ninguno era mutante, por lo que solo le quedarían tres análisis más para acabar la jornada.El cuarto paciente sí lo era, y sus restos fueron cremados al instante. Era el segundo mutante con Gigantoplasia Granulosa que engendraban los “Henderson”, aunque ya tenían un hijo sano, nacido hacía tres años. Todavía podían buscar la parejita, al menos hasta que tuviesen a otro gigante.

Mai y él no habían tenido nunca hijos. Ella era una mujer preciosa, de físico poderoso y gran belleza, pero ni siquiera ello la hacía exenta del riesgo de producir un engendro que doblase cucharas con la mente o atravesara las paredes. Quizás porque Miguel había visto demasiados fetos mutados, su vida sexual también se había visto afectada. Tan pronto como se acercaba al sexo de Mai, sentía el miedo de que un espantoso ser tentacular le atenazase y mutilase, o le hiciese explotar la cabeza, o lo odiase por no ser capaz de hacer feliz a su madre y planease una venganza lenta y dolorosa, plagándole el sueño con pesadillas producidas con sus nódulos de Takahashi. Él sabía que esa fobia era completamente irracional, el vientre de Mai tenía que estar vacío a la fuerza, pues nunca había podido dejarla embarazada, por lo que estaba seguro de que dejaría de tener ese miedo de forma inminente...Si sólo hubiese esperado un día más, seguro que habría podido superarlo, y habrían tenido un hijo bonito e inteligente, con el pelo negro y brillante de ella, sus ojos rasgados, los dientes brillantes, el ingenio agudo de su madre... Y quizás estuviese tan dotado para las matemáticas como él.Pero Mai se había marchado. Si hubiese tenido fe, en vez de soberbia...

Pulsó el botón rojo, que mandó a Terry Smith, de tres horas, a la sala de eutanasia, y apagó el terminal. Se estiró, haciendo crujir los dedos, y, con satisfacción, se despojó de su bata de laboratorio. Alcanzó los envoltorios de la ya desaparecida hamburguesa y los echó en la bolsa de plástico en la que se la habían llevado, pero antes de ello rescató la pequeña galletita de la suerte de su interior. La partió, y desechó la costra sosa y porosa del dulce para quedarse con la notita, cubierta de confitura de habas secas.La lamió, y el papel analizó su saliva. Extrapolando su aura, tal como debía ser, el texto apareció.
Miguel sonrió, animado, y se metió la buena noticia en el bolsillo de la camisa. Ya se sentía con más ánimos para afrontar un nuevo día.

Una de las cosas que le gustaba de adelantar trabajo mientras cenaba, era que así podía salir antes e ir a rezar. Andando, entre las luces encendidas de los comercios y los carteles fluorescentes, pasó por delante de uno de los altavoces de oración que había apostado en una esquina. Un Universario blanco, representante de la manifestación blanca del Universal, la Blanka, cantaba al ritmo de la demo de un teclado Casio mientras los fieles se arremolinaban junto al cubo de micrófonos para intentar hacerse con uno y cantar las alabanzas del Universal. La mayoría eran ancianos, vestidos con ropas raídas y pasadas de moda, mendigos, con atuendos parecidos pero, además, sucios, y otros marginados sociales de poca monta. Los más opulentos de entre los parias compraban algún trago de Sake o algún Peroggi a los vendedores ambulantes que solían rodear los círculos de fieles.Pero Miguel era un funcionario del gobierno, un analista del Departamento Estatal de Eugenesia, y no se mezclaba con esa gente.

Cuando aún estaba casado con Mai, y ella se quejaba si iba a rezar cada día, compraba una tarjeta de datos con las últimas letras de La Canción a alguno de los representantes ambulantes y lo instalaba en el pequeño altar portátil que solía llevar con él. Con auriculares y una pequeña máscara aislante, podía cantar al Universal en el metro sin molestar a los demás usuarios, pero era muy poco satisfactorio.

Ya había llegado al templo que le gustaba, al que antes iba cuando podía y en el que ahora pasaba todas las noches de la semana. El “Graham Temple” era luminoso y espacioso, con las paredes acolchadas y, en general, blancas, aunque podían cambiar a cualquiera de los colores del Universal solo con girar un dial. Alineadas con la pared, se encontraban las mesas y asientos donde los parroquianos se sentaban a escuchar La Canción que los representantes estuviesen interpretando en ese momento, y algunas monjas y otros representantes se encargaban de activar los micrófonos de las mesas y de servir las bebidas.

Miguel se dejó conducir por una monja Flava hacia el interior, a un asiento libre. Era una mujer atractiva, y el mono de monja, amarillo, se le pegaba al cuerpo de forma provocativa. Aunque todo el mundo sabe que una monja Flava no debe tocarse, esta en concreto tenía lápiz de ojos negro sobre el izquierdo, lo cual significaba que le llegaban emanaciones Flavas y Nigras... Y las monjas Nigras eran toda otra cosa.Pero antes de que pudiese hacer nada, se encontró con la mesa en la que había un sitio libre. El otro ya estaba ocupado, y por unos instantes, el corazón le dio un vuelco.Habría podido jurar que era Mai. Tenía su melena reluciente, la piel oscura y tersa, los ojos achinados y el perfil altivo, el cuerpo femenino pero fuerte e imponente, las piernas hipnóticamente largas...Pero no era Mai. Esta mujer era más morena, era algo más voluptuosa, un poco más baja... Y era creyente. Se acercaba con firmeza el micrófono a los labios negros y carnosos, cantando con fervor la letra que aparecía en las pequeñas pantallas de las mesas a la vez que los representantes lo hacían, y sólo paraba para dar algún sorbo de sake azul.

La monja Flavio-Nigra, aunque no sabía exactamente lo que ocurría en la cabeza de Miguel, supo que ya no tendría posibilidad de hacer nada con ese feligrés. Una pena, le había parecido mono, y era evidente que estaba soltero. Además, las emanaciones negras del Universal le estaban llegando con más fuerza que las amarillas desde hacía un tiempo, y si seguía así, dentro de poco pasaría a llevar el estrecho mono de látex negro de las Nigras y el ojo pintado de amarillo. Bueno, mañana tendría más suerte.
Le indicó la butaca, doble, y antes de pedirle lo que iba a beber, un nuevo fiel le llamó la atención con un chasquido de dedos. Captó la lujuria en su aura, así que dejó a Miguel sentado y se marchó.

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