domingo, 29 de noviembre de 2009

Pitonisa?

Viendo el partido, mi hermana pequeña (7 años)...

"Alguno de nosotros va a ir al cementerio dentro de poco!"

Nosotros.

"¡Hombre, no, espero que no!"

Ella.

"Sí, alguien va a ir dentro de poco al cementerio. Alguien caaalvooo..."

Yo.

"¿¡Estás diciendo que voy a morirme dentro de poco!? ¡¿Eso es lo que significa que alguien de nosotros que es calvo va a ir al cementerio?!"

Ella.

"¡No, (ríe un poco) era broma!"

Yo.

Suspiro. "Ah, ya me..."

Ella.

"Era una broma, tu no estás tan calvo."

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Fragmento: cap atomo

El fragmento de una vieja novela que abandoné... aunque aún pienso en ella de vez en cuando. Como es un control c directo del word, puede que algunos enters fallen:


-¿Has visto que bien, hijito?

La mujer, mayor y arrugada, leía el diario sentada al lado de la cama de su primogénito. Leyó unas frases más, interesada, antes de proseguir.

-Ese jovenzuelo, El Capitán Átomo, ha atrapado a otro malvado supervillano. “El Ponzoñoso Señor de la Guerra”, que vivía en África.

Volvió a sumirse en el silencio de la pequeña habitación de hospital, solo interrumpido por las múltiples maquinas que se encargaban de mantener vivo a su hijo. Leyó interesada la superficial explicación que ofrecía el periódico. Así era cómo el mayor superhéroe de la nación había conseguido capturar a otro terrorista que amenazaba con la destrucción del mundo. Se fijó en la foto, en la que un hombre rubio, de anchos hombros e imponente estatura ofrecía a la policía un hombre negro de alborotada melena que se debatía, atado. Pero, de pronto, una pequeña ventana saltó en el centro de la página. “12:30”. El horario de visitas estaba a punto de acabarse, y la alarma del diario empezó a sonar. La anciana la apagó, con un ligero toque, y lo enrolló para meterlo en el bolso.

-Ah, mira, Uno. -dijo hurgando en la bolsa- Te traigo un regalo de tu hermano, un libro de cuentos grabado... casi me olvidaba. Te lo pondré ahora y así te hará compañía un rato.

Dejó la pequeña caja sobre la mesita de noche y pulsó un botón. Se agachó con los auriculares en la mano y se los puso a su hijo tumbado en la cama, con cuidado de no tocar el cerebro. Era una precaución inútil, estaba cubierto de una resistente capa transparente, pero es que a la anciana nunca se le dieron bien los temas tecnológicos. Los globos oculares de su hijo siguieron el movimiento de su madre mientras se despedía, besándole lo que le quedaba de la mano derecha. Los soportes articulados que aguantaban sus globos oculares temblaron ligeramente y se descoordinaron. Solía pasar si los movía mucho y, si tenía suerte, solo duraría media hora. La imagen de la habitación, vertiginosamente borrosa, se distorsionaba y multiplicaba mientras el libro empezaba a leerse. Los aparatos que mantenían a Uno Giandi con vida seguían zumbando.

Al otro lado de la ciudad, Ernesto Giandi leía la misma noticia que su madre, pero lo hacía con gran preocupación. “Nuevo éxito de Átomo!” rezaba la portada del Informador. Con un pequeño toque en la barra de herramientas, accedió a un diario más serio, al que también estaba suscrito. Las letras de sobria tipografía romana del Times sustituyeron las grandes letras de palo del Informador. “El señor de la guerra detenido por las fuerzas antiterroristas”. El tono era mucho más serio, y los detalles más interesantes y menos espectaculares, pero la preocupación de Ernesto se mantuvo inalterada. Pulsó el pequeño icono bajo la fotografía para ver el video en que un triunfal Capitán Átomo llevaba en brazos, completamente atado, a un hombre negro con bastante mal aspecto. Ante los flashes de las cámaras, entregaba al prisionero amordazado al jefe de la policía antiterrorista, embutido en un traje aislante. El capitán átomo saludaba con un gesto a los periodistas antes de alzar el vuelo. El siguiente plano ya era la rueda de prensa con el jefe de la policía antiterrorista, Christian Willis, pero antes de que empezase a hablar, Ernesto notó que le tiraban del pantalón. Pausó el video para mirar a su pequeño perro mestizo. El animal señaló con el hocico el reloj que pendía en la pared.

-Es verdad, es verdad... la hora de la comida.

El perrito trotó, alegre, hacia la cocina mientras su amo dejaba el diario doblado en la mesa.

“El ponzoñoso señor de la guerra” –pensaba mientras abría el saco de pienso- “Qué nombre...”

Y con un escalofrío, añadió “¿Cómo me llamarían a mi?”.

Se agachó para acariciar la cabeza del perro, cuya forma delataba que entre sus ancestros había pastores alemanes, y éste le lamió la mano antes de ponerse a comer con fruición las pequeñas bolitas resecas. Por suerte, le gustaban... tener un perro era ya una rareza, estaban más de moda las mascotas sintéticas, mucho más fáciles de cuidar, por lo que encontrar pienso para perros era difícil y caro. Ernesto hundió la mano en el saco y sacó un puñado de bolitas resecas. Mascó, sonoramente. Qué asco. Pero, por suerte para su perro, había montones de estudiantes sin dinero y solterones sin la más mínima noción de cocina que subsistían a base de pienso para humanos. Mientras se quitaba el sabor de la boca con un vaso de agua, pensó con una sonrisa amarga en Sara, su mujer. Exmujer, en realidad. Seguro que llevaba los dos meses que habían estado separados comiendo pienso... nunca supo manejarse en la cocina. Dejó el vaso sobre el mármol, entristecido. Pensaba en ella, una bella figura de piel pálida y largo pelo negro agachada en el suelo de la cocina comiendo de un plato de perro. No era el caso, claro, pero no podía evitar sentirse culpable. Aunque, frunció el ceño, había sido culpa de ella.

Se sentó de nuevo en la butaca, pero no retomó el diario. Aún recordaba a Sara, cuando se habían conocido en la carrera. Mutagenia. Una disciplina minoritaria a la que se dedicaban solo unos cuantos locos había pasado a ser, de pronto, la carrera de moda.

Eran otros tiempos, y él aún era un joven melenudo que tocaba la guitarra cuando el gobierno presentó en público al Capitán Átomo y a su liga de seguridad. Un gran héroe que había de proteger al País de criminales con habilidades especiales. Ernesto estaba sentado ante el viejo televisor, de los que aún no se integraban en la pared, con su entonces joven madre en el sofá y su padre en una butaca. Era un momento que algunos habían comparado a la llegada de los primeros astronautas a Marte, imborrable de la memoria. Ninguno habló mientras, en la pantalla, el joven vestido con colores llamativos alzaba sin problemas un tanque con sus propias manos y, a continuación, lo rasgaba como si de una bola de papel arrugado se tratase. Pero, pese a que ninguno hablaba, Ernesto sabía lo que pensaban. Viendo a ese hombre con habilidades especiales se sintió muy extraño, expuesto, como si hubiesen revelado por televisión que él era telépata. Pero no lo habían hecho, seguía siendo su secreto.

Un secreto que le había permitido conocer a Sara, pues pese a que muchos de los estudiantes de Mutagenia se dedicaban a ello impulsados por la existencia del Capitán Átomo, Ernesto y Sara tenían otros motivos. Sentado al lado de la atractiva joven morena y delgada, Ernesto captó en sus pensamientos que ella tenía también un secreto: Hacía unos años que había empezado a mover cosas con la mente.

El teléfono sacó a Ernesto de su ensimismamiento.

-¿Sí, diga?

-¿Señor Giandi?

-Sí, soy yo. Digame.

-Lamento informarle de que su madre, Sofia Giandi, ha muerto atropellada. Sus restos se encuentran en el Laboratorio A-5 de la policía criminalística. Podrá venir a recogerlo a partir de mañana.

Ernesto conectó una hoja al terminal del teléfono, para descargarse el mapa para saber llegar y el documento que debería rellenar para retirar el cadáver de su madre y colgó, como en trance. Se dejó caer sobre la butaca. Pronto su perro se sentó a su lado, lamiéndole la mano inerte.

La mujer se llamaba Sara Miller, aunque hasta hacía pocos meses, todo el mundo la había conocido como Sara Giandi, pues al casarse había adoptado el nombre de su marido Ernesto. Lejos de estar a cuatro patas sobre el suelo de la cocina, comiendo pienso en un cuenco de plástico, la mujer acababa de abordar una sabrosa ensalada coronada por dos sardinas en uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad. Su acompañante, un hombre apuesto y trajeado, probó el gazpacho antes de seguir hablando.

-Señorita Miller, ha conseguido que la invite a cenar.

-Lo dice como si hubiese conseguido hacerle hacer algo terrible...

-Nada más lejos, en realidad cuando nos conocimos en el departamento de Mutagenia de la universidad de San Bernard se me pasó por la cabeza hacerlo.

-¿Y cómo es que ha esperado hasta ahora?

-Bueno, no se olvide de que trabajaba usted junto a su marido, el señor Giandi, y que no eran ustedes precisamente discretos...

-Nos acababamos de casar, y todo era muy bonito... pero las cosas han cambiado. –Bebió un trago de vino- Digame, pues.

-El jueves, cuando fui a buscar los resultados de los análisis...

-¿Los análisis?

-Sí, los de aquella clase de secundaria Belga donde se había fundido espontáneamente el metal de todos los pupitres...

-¿Qué ocurre? Los resultados que obtuve eran negativos, ninguna de las muestras de sangre de los alumnos era de un mutante. ¿Es que tus jefes creen otra cosa?

-No, no, el ministerio de Dotados está satisfecho con esos resultados. –El hombre volvió a llenar las copas- Verás, cuando nos vimos el jueves tu estabas muy ocupada analizando sangre traída de ese pueblo en Alaska.

-¡Sí, era una pista muy prometedora! Casi no podía apartar las manos del microscopio para darte los informes...

El hombre bebió antes de mirarla con sus penetrantes ojos verdes.

-Querida, no lo hiciste.

Mientras los dos hombres a los que Ernesto había alquilado cargaban el cuerpo de su madre en la furgoneta, el agente de policía le dio el recibo. Lo leyó, antes de firmar. Indicaba que a su madre se le habían extraído “los siguientes” órganos jóvenes, pero el espacio para decir cuales estaba vacío. Natural, su madre desconfiaba de los transplantes desde que, cuando aún era joven, su padre había muerto víctima de uno de los primeros transplantes de cerebro. Las técnicas para trasladar su conciencia a un cerebro joven, vaciado e higienizado, a la larga fallaron, y sus continuos tics y salidas de tono, que el psiquiatra había diagnosticado como síndrome de Tourette, acabaron derivando en una peligrosa demencia animal que lo condujo a la muerte. Pero no dejaba de ser irónico. De haberse sometido al transplante de piernas que el médico le había aconsejado, su madre no hubiese perdido el equilibrio en el andén y el tren no la habría arrollado.

Eustaquio y Horace se encargaron de llevar el cadáver a las cámaras frigoríficas del cementerio, su trabajo rutinario, y Ernesto se dirigió al aparcamiento, para coger su coche. Ahora venía una de las tareas más penosas, más incluso que ir a buscar a su madre muerta a una comisaría de policía. Sus padres ya no se podían ocupar de su hermano, Uno, así que, ahora, hacerlo era su cometido. Captó los pensamientos del hombre que también bajaba en el ascensor hacia el aparcamiento. Lo consideraba raro. No era extraño, Ernesto solía vestirse con ropa ligeramente anticuada, evitando cosas que él consideraba excesos, como los estampados animados. Pero era de los pocos que lo veía así, de algún modo era un hombre antiguo. Intentó captar algún otro pensamiento del hombre del ascensor, pero sus poderes telepáticos no eran como los que habían pretendido poseer los magos del pasado. No leía la mente como quien lee un libro, sino que captaba pensamientos, conceptos o estados de ánimo como el radioaficionado amateur que utiliza por primera vez su radio, sin saber lo que hace. Llegó al fin al subterráneo 17, donde había aparcado, y se despidió secamente del hombre, que tenía el coche aún más abajo. Se sentó, y el asiento se adaptó a la forma de su cuerpo, pero no arrancó. No sabía si podría ir al hospital. A ver a su hermano. Su pobre hermano Uno. A nadie parecía afectarle, todo el mundo estaba de acuerdo con el sistema. Pero a él le invadía un gran desasosiego cada vez que veía a su hermano tendido en esa cama de hospital. La primera vez, fue a visitarlo con sus padres. Uno tendría trece años, cuatro más que Ernesto. Recordaba con horror el sonido chapoteante de su respiración artificial, la cara desprovista de labios que, con una sonrisa grotesca, observaba a los visitantes. Le tendió la mano a Ernesto, era la primera vez que se veían desde que el benjamín era un bebé, y éste la tomó con horror. Le faltaban todos los dedos menos el meñique, se los habían transplantado a un niño que había sufrido un accidente con un petardo. Ernesto no volvió a pisar el hospital en más de seis años. A todo el mundo le parecía perfectamente normal que todos los primogénitos fuesen destinados, en vida, a los transplantes, pero a Ernesto la simple idea de los bancos de órganos le horrorizaba. Y la segunda vez que fue a verlo, un día que su madre estaba demasiado enferma para ello y su padre yacía ya liofilizado en un nicho a las afueras de la ciudad, la cosa fue peor. Ya tenía poderes telepáticos, y penetrar en ese edificio lleno de habitaciones y habitaciones de donantes, de “putas de carne”, como los llamaban popularmente, fue como sumergirse en centenares de pesadillas agónicas de dolor y sufrimiento, todas a la vez. Sentado en el coche, temblaba. Pero, como su único pariente vivo, tenía que ir al hospital. O, si no, a la cárcel.

La voz del lector seguía sonando sobre los oídos artificiales de Uno. Orientó los ojos hacia el reloj de la pared, y comprobó que no se equivocaba. Mamá llegaba tarde. Hacía, además, un par de horas que los calmantes habían dejado de hacer efecto, y la enfermera no volvía a pasar para darle otra dosis. Pero sabía que pulsar el botón para llamarla, si es que lo encontraba, sería inútil. Y como ya estaba acostumbrado, siguió escuchando el cuento mientras se sentía la carne abierta y hurgada por todo el cuerpo. El cuento decía, en ese momento, que el protagonista bebía una “humeante taza de café”,y lo describía como una actividad placentera. Beber. ¿Cómo sería eso? Los cuentos hablaban de cientos de cosas que él no había hecho nunca, como beber, comer, hablar, andar, tomar el autobús o disparar. Había visto como se hacía en películas, y entendía la necesidad de algunas de esas cosas, pero no podía dejar de pensar si, de poder, él se dedicaría a ducharse o hacer el amor. Estaba empezando a dormirse cuando la puerta del cuarto se abrió. Entró un hombre joven y de aspecto mareado, con el pelo de un castaño oscuro y una cuidada perilla que le enmarcaba la boca. Vestía un traje marrón y un abrigo también pardo. ¿Quién sería ese hombre marrón? Intentó forzar la vista hacia la puerta, pero como siempre que forzaba la maquinaria que le aguantaba los ojos, ésta se descontroló y empezó a moverlos de forma errática y descoordinada. Pese a todo, percibió el desasosiego del hombre marrón. Le miraba, pálido, con una expresión que tanto podía ser de dolor como de asco, sin moverse de la puerta. El cuento seguía leyéndose, imperturbable. Los minutos pasaban, y los ojos empezaron a centrarse de nuevo. Había tenido mucha suerte, muy pocas veces paraba el error a los diez minutos. Pero el hombre pardo seguía delante de la puerta, tembloroso y llevándose las manos a las sienes. Pero, finalmente, dio unos pasos y Uno pudo verlo mejor. ¡Era, sin duda, su hermano Ernesto! ¡Hacía muchísimo tiempo que no lo veía!

Alzó hacia él la temblorosa mano biológica que aún conservaba, y Ernesto la tomó.

-Hola, Uno. Soy yo, tu hermano Ernesto.

Se sentó en la silla que mamá solía ocupar. Estaba en silencio, y parecía concentrarse en algo, aunque no conseguía saber en qué.

-Si no me equivoco, mamá ayer te dio mi regalo. Cuentos nuevos.

Uno sabía que Ernesto pensaba en él, y con mucha frecuencia le mandaba a través de mamá historias que ella añadía al reproductor que descansaba sobre la mesa.

-¡Dios, Uno, esto está encendido! –Ernesto había cogido el cuadradito negro del que brotaban los cuentos- ¡Mamá se equivocó y lo puso en reproducción continua!

¿No, Qué hacía? No, Ernesto, no apagues los cuentos. ¡No lo apagues! ¡No lo apagues! Uno levantó el brazo, pero sus torpes movimientos eran incapaces de cualquier efusividad. ¡No lo apagues! ¡No lo apagues! ¡No lo apagues! Pero no podía pronunciar palabra. Y su hermano lo apagó. No, Ernesto, no lo apagues...

Y entonces su hermano lo miró a los globos oculares, sorprendido.

-¿No quieres que lo apague?

A Uno le dio un vuelco el corazón. Aunque hiciese años que latía en un pecho ajeno. Parecía que su hermano había entendido lo que le decía.

-No, no quieres que lo apague... Ya veo que estás sorprendido. Bueno, a ti puedo decírtelo, ¿A quién se lo ibas a contar? –Pulsó play- Tu hermano pequeño sabe leer mentes, Uno.

David estaba tumbado en la cama, de una altura y anchura especial para acomodar su grandísimo cuerpo. Tarareaba la cancioncita de los créditos de los Increíbles Gatos Policías, sus dibujos animados favoritos, y seguía el ritmo con su pie descalzo. Christian había estado contento con él, y eso a él le hacía estar contento. Aunque no sabía qué había hecho ese negrito al que había atrapado, el negrito había mandado a sus secuaces a atacarle, y eso no le había gustado.

De pronto, notó un estremecimiento en el aire. Sabía lo que eso significaba.

-Qué, Capitán Átomo, ¿Cómo vamos?

La inmensa figura se alzó de un bote.

-¡Esteban! ¡Has vuelto!

-Puedo hacerlo más frecuentemente desde que convenciste a los tuyos para que quitasen la cámara de seguridad de tu cuarto.

-¡Hermanito, estoy contento de verte!

-Yo también, grandullón. –El hombre, delgado aunque musculoso, se sentó sobre la cama, al lado de su hermano. –He sabido que habeis atrapado a Pierre.

-¿A quien?

-Un hombre alto y delgado, negro, con el pelo largo y...

-¿El negrito? El negrito no me gusta.

-Ya veo... ¿Por qué?

-¡Mandó a sus secuaces a que me atacasen!

-Bueno, acababas de volar el techo de su base subterránea, no me parece una reacción tan terrible.

Los ojos azules de los dos hermanos se encontraron.

-Pero yo gané. ¡Y los secuaces eran muy fuertes! –se dio una palmada en el pecho- Soy el más fuerte.

-Los zombis de Pierre siempre fueron fuertes. ¿Qué ha sido de ellos?

-Están en el laboratorio. ¿No?

-Ya te lo diré. Nos vemos, hermanito.

-¿Me traerás algo la proxima vez que vengas?

-¡No puedo dejar rastros, David! Recuerda, tu eres el héroe más grande de la tierra y yo un peligroso terrorista.

-Oh, vaya... ¿Pero por qué dicen que eres terrorista?

-Les doy miedo. Me voy, grandullón.

-¡Espera! ¿y algo de comer? ¡Si me traes comida, me la como y como estará en mi barriguita no quedarán rastros!

El hermano menor sonrió.

-Está bien, te traeré alguna comida muy especial.

-¡Bien!

-Adios, hermano.

Su figura desapareció como en uno de esos efectos de montaje de las películas antiguas en que se paraba la camara para que el actor se marchase.

-¡Adios! –Dijo alegre el Capitán Átomo. Se tumbó en la cama y empezó a tararear la canción de los Increíbles Gatos Policías.

martes, 24 de noviembre de 2009

GPRSCG


Ejercicio práctico.

Elija cual de los siguientes es un comentario adecuado al encontrarse casualmente con una vieja amiga a la que hacía tiempo que no veía:

a) Qué gracia, ¡No esperaba verte por aquí! ¿Qué tal te va todo?

b) Qué gracia, ¡Estás viejisima! Con esa cara, mejor ni pregunto cómo te va la vida, es evidente que mal.

c) Qué gracia, ¡No esperaba verte por aquí! ¿Sabes la cantidad de veces que había imaginado que te arrancaba la ropa con violencia y te follaba hasta caer rendido?

(Para conocer la respuesta a este ejercicio y muchos otros prácticos contenidos para pulir sus interacciones sociales, compre la nueva "Guía práctica para las relaciones sociales del dr. Carlo Gallucci", de Carlos López, editorial Acatarrado, Barcelona. ISBN 0-89281-525-6.)

Cita de "Adaptation".

Me he asustado cuando hoy, antes de ir a clase, he puesto "Adaptation", que teníamos que ver para hoy. Quién... Quién es ese Charlie Kaufman y por qué es exactamente yo?

"
Do I have an original thought in my head? My bald head. Maybe if I were happier, my hair wouldn't be falling out. Life is short. I need to make the most of it. Today is the first day of the rest of my life. I'm a walking cliché. I really need to go to the doctor and have my leg checked. There's something wrong. A bump. The dentist called again. I'm way overdue. If I stop putting things off, I would be happier. All I do is sit on my fat ass. If my ass wasn't fat I would be happier. I wouldn't have to wear these shirts with the tails out all the time. Like that's fooling anyone. Fat ass. I should start jogging again. Five miles a day. Really do it this time. Maybe rock climbing. I need to turn my life around. What do I need to do? I need to fall in love. I need to have a girlfriend. I need to read more, improve myself. What if I learned Russian or something? Or took up an instrument? I could speak Chinese. I'd be the screenwriter who speaks Chinese and plays the oboe. That would be cool. I should get my hair cut short. Stop trying to fool myself and everyone else into thinking I have a full head of hair. How pathetic is that? Just be real. Confident. Isn't that what women are attracted to? Men don't have to be attractive. But that's not true. Especially these days. Almost as much pressure on men as there is on women these days. Why should I be made to feel I have to apologize for my existence? Maybe it's my brain chemistry. Maybe that's what's wrong with me. Bad chemistry. All my problems and anxiety can be reduced to a chemical imbalance or some kind of misfiring synapses. I need to get help for that. But I'll still be ugly though. Nothing's gonna change that."

La película ya me había conquistado. "¿A ver qué hace este personaje que soy yo?"

lunes, 23 de noviembre de 2009

Documentación informativa

El siguiente documento, en inglés en el original, forma parte de las pruebas recogidas por la policía de Blatimore, Estados Unidos, en el caso 19288371. Actualmente se encuentra almacenada en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham, Estados Unidos:

Lunes 12 de diciembre

La reciente misiva de Roderick me ha turbado hasta niveles que no consigo superar. Los viejos recuerdos, esa adolescencia que pasamos juntos... Me llena una melancolía intolerable que sólo los más poderosos narcóticos consiguen apagar. ¿Qué hacer?
Sufro, además, Por Madeline.


Martes [Ilegible]

Esta noche he soñado de nuevo con la Escuela Manderley Para Jóvenes Dotados. Me ha angustiado otra vez la soledad que sentí en esos años, rota solo por la compañía de [Roderick].
Conspiramos, confabulamos, pero al final todo terminó.
¿Por qué retomar el contacto con Harvey?

Miércoles 14 de diciembre

Me he sentido mal todo [el día], como si un velo de algodón me embotase los sentidos. Últimamente me cuesta respirar. He estado hablando con mi amigo, en sueños, y ya no puedo soportarlo más: no puedo abandonarlo en su soledad. Mañana, o en dos días si no consigo solucionar mañana unos asuntos, partiré a su encuentro.
Pero, de algún modo, siento como si mis miembros estuviesen atados, inmovilizados.

Jueves 15 de diciembre

Esta mañana, cuando uno de los criados vino a traerme el desayuno, el simple crujido de sus pies sobre la madera del piso me hacía retorcerme de dolor. El sonido, todos los sonidos, se han vuelto insoportables.
[Ilegible]
He decidido echarlos a todos. No soporto más su constante corretear por la casa. He llegado envuelto en tinieblas blancas, en mi camisón, cubierto de sangre. ¿Es mi sangre? ¿Es la de Roderick?
Soy Harvey.
¿Soy Harvey Ulisses?

¿Quién [Ilegible]

Viernes 16 de diciembre

Harvey ha llegado hoy a la mansión. Él también conoce la crueldad de los míos. De los de mi sangre. La casta maldita, de crueldad natural, monstruos por instintos, capaces de sacrificar la identidad de su única hija para salvar el linaje.
Pero yo nunca seguí el plan. Nunca adopté.
Madeline, por fin, vuelvo a andar. Pero Madeline no existe, desde que nació que he sido Roderick. Pero Roderick es una mentira, solo hay Madeline. ¿Y Harvey?
Insustancial, mi único amigo, me ayudó a enterrarla para siempre. Pero ha vuelto, la he recordado.
Pronto no podré tener hijos nunca más. Mejor así. Será el fin de la crueldad.

Aún así, habrá que asegurarse.

[El documento es una página arrancada de un diario Moleskine. La caligrafía, nerviosa, es dificil de identificar y de descifrar, pues se encuentra agresivamente tachada con la pluma hasta el punto de llegar a rascar el papel, pero estudios grafológicos parecen indicar que se trata de la víctima de suicido (caso 19288371) , Roderick Usher, ecncontrado ahorcado en su vieja mansión del Pantano Usher, en Baltimore.]

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Otro mal presagio.

Esta mañana tampoco me reflejaba en el espejo. Empiezo a creer que a lo mejor no tiene nada que ver con la fiebre que tenía el martes.

lunes, 9 de noviembre de 2009

La segunda parte de la cita de Dick.

(empieza en http://pensamientosdeuntiporaro.blogspot.com/2009/11/otra-cita-de-dick-que-podria-dar-un.html )

Para exorcizarlo decidí escribir sobre él, y la verdad es que conseguí lo que pretendía. Pero ahora sabía que había visto al maligno en persona, y de vez en cuando comentaba: "El maligno tiene un rostro de metal". Si quereis verlo con vuestros propios ojos, mirad las fotografías de las máscaras de guerra de los griegos áticos. Cuando los hombres desean inspirar miedo y matar se ponen rostros de metal como estos. Los caballeros cristianos a los que combatió Alexander Nevsky lleavaban máscaras cómo éstas. Todos tenían el mismo aspecto. Yo no había visto Nevsky cuando escribí Los tres estigmas, pero la vi más adelante, y cuando lo hice volví a ver aquella cosa colgada del firmamento, igual que en 1963, la cosa en la que se había transformado mi padre cuando yo era niño.
Así que Los tres estigmas es una novela que surgió de un profundo miedo atávico, un miedo que se remonta a mi infancia, relacionado sin duda con la tristeza y la soledad que sentí cuando mi padre nos abandonó. En la novela, mi padre aparece como Palmer Eldritch (el malvado padre, la criatura diabólica de la máscara) y también como Leo Bulero, el hombre delicado, gruñón, cálido, humano y lleno de amor. La novela surgió de la más intensa angustia que se pueda imaginar. En 1963 yo estaba viviendo de nuevo el aislamiento original que se había abatido sobre mi al perder a mi padre, y el horror y el miedo que transmite no son sentimientos ficticios concebidos para captar el interés del lector. Provenían de las regiones más profundas de mi interior: el anhelo de un buen padre y el miedo del malvado, el padre que me abandonó.
En el relato Los días de Perky Pat encontré un vehículo que podía transformar en base temática para la novela que quería escribir. Perky Pat es la criatura eternamente sugerente y bella, das ewige Weiblichkeit, "el eterno fememenino", como lo definió Goethe. El aislamiento generó la novela y el anhelo generó el relato, de modo que la novela es una mezcla de miedo al abandono y fantasía, la de una mujer hermosa que te espera..., en alguna parte, conocida solo por Dios. Aún tengo que averiguarlo. Pero una cosa puedo decir: si estás solo un día tras otro, delante de tu máquina de escribir, hilvanando relato tras relato sin nadie con quien hablar y sin nadie con quien pasar el rato a pesar de tener, teóricamente, una mujer y cuatro hijas, de cuya casa has sido expulsado, desterrado a una cabaña de una sola habitación, tan fría que en invierno la tinta se congela en el tintero, acabarás escribiendo sobre caras metálicas con ranuras en lugar de ojos y sobre cálidas jovencitas. Es lo que yo hice. Y lo que aún sigo haciendo.
Los tres estigmas recibió una acogida diversa. En Reino Unido algunos críticos la describieron como una blasfemia. Terry Carr, mi agente en Scott Meredith en aquella época, me dijo: "Esta novela es una locura", aunque finalmente acabó por cambiar de opinión. Otros la definieron como una novela muy profunda. Para mí era simplemente aterradora. Me daba tanto miedo que no fui capaz de leer las galeradas. Es una siniestra travesía al reino de lo místico, lo sobrenatural y lo totalmente malvado, tal como lo concebía yo por entonces. Digamos que me gustaría que Perky pat se presentara en mi puerta, pero me da pánico la posibilidad de que, cuando vaya a abrir la puerta, sea Palmer Eldritch y no ella quien ha llamado. De hecho, para ser sincero, ninguno de los dos ha aparecido en mi puerta en los diecisiete años transcurridos desde que escribí la novela. Imagino que la vida es así: nunca llega a suceder lo que más temes, pero tampoco lo que más anhelas. Ésa es la diferencia entre la vida y la ficción. Supongo que no está mal que sea así. Pero tampoco estoy seguro. (1979)"

viernes, 6 de noviembre de 2009

Otra cita de Dick, que podría dar un bonito cortometraje.

"LOS DÍAS DE PERKY PAT "The Days of Perky Pat" ("In the Days of Perky Pat") [18 de abril de 1963] en Amazing, diciembre 1963.
Los días de Perky Pat se me ocurrió un día al ver a mis hijas jugando con unas barbies. Obviamente, estas muñecas anatómicamente hiperdesarrolladas no estaban diseñadas para el uso de los niños o, para ser más precisos, no deberían haberlo estado. Barbie y Ken eran dos adultos en miniatura. La idea era que había que seguir comprándoles más y más ropa a fin de que mantuvieran el tren de vida al que estaban acostumbrados. Tuve una visión en que Barbie entraba en mi dormitorio de noche y me decía "Necesito un abrigo de armiño". O, peor aún, "Eh, chicarrón, ¿Quieres hacer un viaje a Las Vegas en mi Jaguar XKE?". Me entró miedo que mi esposa me sorprendiera con Barbie y nos pegara un tiro.
La venta de Los días de Perky Pat fue muy fácil, porque en aquella época Cele Goldsmith, una de las mejores profesionales del medio, era la editora de Amazing. Avram Davidson, editor de Fantasy & Science Fiction la había rechazado, pero más tarde me contó que, de haber sabido de las muñecas Barbie, posiblemente no lo hubiese hecho. Me cuesta creer que alguien no conozca a las muñecas Barbie. A fin de cuentas, yo tenía que hacer frente a sus caros caprichos constantemente. Era tan difícil como mantener en funcionamiento mi aparato de televisión: el aparato siempre necesitaba algo, y lo mismo le pasaba a Barbie. Siempre pensé que Ken tendría que comprarse su propia ropa.
Aquella época (comienzos de los años sesenta) fue muy prolífica para mí, y algunos de mis mejores relatos y novelas datan de entonces. Mi mujer no me dejaba trabajar en casa, así que alquilé una pequeña cabaña por veinticinco dólares al mes, a la que me iba a trabajar todas las mañanas. Estaba fuera del condado. Lo único que veía durante el trayecto eran unas pocas vacas en sus pastos y mi propio rebaño de ovejas, que nunca hacían otra cosa que caminar tranquilamente detrás de los pastores. Aquella cabaña en la que me pasaba los días enteros era terriblemente solitaria. Puede que echara de menos a Barbie, que estaba en casa, con los niños. Así que es posible que Los días de Perky Pat fuera la expresión fantasiosa de mis propios deseos. Me habría encantado ver aparecer a Barbie -o a Perky Pat o a Connie Companion- en la puerta de mi cabaña.
Lo que sí apareció fue algo espantoso: la visión del rostro de Palmer Eldritch, que se convertiría en la base de la novela Los tres estigmas de Palmer Eldritch, generada por el relato de Perky Pat.
Un día estaba caminando por la acera que llevaba a mi cabaña, preparándome para hacer frente a ocho horas de escribir en un aislamiento total de la especie humana, cuando levanté la mirada hacia el cielo y vi una cara. No la vi en realidad, pero estaba allí, y no era una cara humana; era el semblante de una maldad absoluta. Ahora me doy cuenta (y creo que también lo hice en su momento) de que lo que provocó aquella visión fueron los meses de aislamiento, la privación de todo contacto humano, la ausencia, de hecho, de estímulos sensoriales... En cualquier caso, el semblante estaba allí, imposible de ignorar. Era inmenso. Ocupaba una cuarta parte del cielo. Tenía dos ranuras vacías en lugar de ojos, era metálico y cruel y, lo que es peor, era Dios.
Subí al coche y fui a mi iglesia, la episcopaliana de Saint Columbia, donde hablé con mi pastor. Tras escucharme, llegó a la conclusión de que había vislumbrado a Satán por un momento, y me dio la extremaunción. No la extremaunción final, sino una puramente curativa. No me sirvió de nada: el rostro de metal seguía en el cielo. Estuvo allí todo el día.
Años más tarde, mucho después de haber escrito Los tres estigmas de Palmer Eldritch y habérselo vendido a Doubleday (la primera vez que les vendí una de mis obras), me encontré con un retrato en un número de la revista Life. Se encontraba en un búnker de observación construido por los franceses en el Marne, durante la primera guerra mundial. Mi padre había combatido allí durnante la segunda batalla del Marne. Mi padre pertenecía al Quinto de marines, una de las primeras unidades norteamericanas que llegó a Europa para participar en aquel espantoso conflicto. Cuando yo era muy niño me enseñó su uniforme, con la máscara de gas, el equipo de filtración y todo, y me contó que, durante los ataques con gas, a los soldados les entraba el pánico cuando se saturaba el carbón de sus sistemas de filtración y algunos llegaban a arrancarse la máscara y echar a correr. Yo sentía una enorme ansiedad al escuchar esas historias. Y también al ver a mi padre jugando con su máscara y su casco. Pero lo que más me aterraba era cuando se la ponía. Su rostro desaparecía. Dejaba de ser mi padre. De hecho, dejaba de ser humano. Yo solo tenía cuatro años. Cuando mis padres se divorciaron, pasé años sin verlo. Pero su imagen con aquella máscara, fundida con los relatos de hombres con las tripas colgando, hombres destruidos por la metralla... Décadas después, en 1963, al caminar un solitario día tras otro por aquella senda campestre, sin nadie con quien hablar, sin nadie con quien estar, volví a ver aquel semblante metálico, ciego, inhumano, solo que esta vez trascendente y vasto, completamente maléfico.

martes, 3 de noviembre de 2009

Bloqueo

-¡Que no pienso salir de casa! ¡Que no, déjame en paz!
-¿Pero qué te ocurre, Manuel?
-¡Déjame en paz, no pienso salir!
-¡¿Pero por qué?!
-¡Porque soy virgen!
-¿Vir...? ¿Pero qué tendrá que ver que seas virgen o que...?
-¡Que me dejes en paz, que no pienso salir a la calle porque soy virgen!
-¿Pero qué ocurre, que te da vergüenza? No se te nota nada raro, si es eso no te...
-¡No seas idiota!
-¡No te pases ni un pelo, Manuel!
-¡No pienso salir a la calle porque es un riesgo demasiado grande!
-¿Un riesgo? ¿Riesgo de qué? ¿Te preocupa que vayan disparando a la gente virgen por la calle?
-¡Pues claro que no! ¿Me tomas por idiota?
-Entonces, ¡¿Por qué?!
-Imaginate que salgo a la calle, voy a cruzar y, ¡BAM! Me atropellan.
-Eso qué...
-O que cruzo la calle, llego hasta la esquina y ¡BAM! ¡Un chungo me amenaza con una navaja, malinterpreta uno de mis gestos y me pega un cuchillazo!
-Y eso te va a pasar porque seas...
-O doblo la esquina, me encuentro de pronto enmedio de una manifestación que se vuelve violenta y, como me parezco al instigador, ¡BAM! ¡Una brutalidad policial acaba con que me matan accidentalmente!
-Eso es muy impr...
-O me salgo de la manifestación a tiempo pero me he frotado sin quererlo con una sindicalista con muchos gatos, paso por delante de un anciano que pasea a un doberman enorme y ¡BAM!, ¡Me huele y me arranca la cabeza de un mordisco!
-Pero qué...
-O el perro no huele nada, pero el viejales está infectado con una rara enfermedad tropical y me la contagia y, ¡BAM! ¡Antes de volver a casa por la noche ya estoy muerto por las callejas de la ciudad!
-¿Pero cómo quieres que te pasen esas cosas? ¡Deja de comportarte como un idiota, Manuel!
-¡Lárgate ya y déjame en paz! ¡No tengo la menor intención de morir virgen! ¡No pienso salir!