miércoles, 25 de noviembre de 2009

Fragmento: cap atomo

El fragmento de una vieja novela que abandoné... aunque aún pienso en ella de vez en cuando. Como es un control c directo del word, puede que algunos enters fallen:


-¿Has visto que bien, hijito?

La mujer, mayor y arrugada, leía el diario sentada al lado de la cama de su primogénito. Leyó unas frases más, interesada, antes de proseguir.

-Ese jovenzuelo, El Capitán Átomo, ha atrapado a otro malvado supervillano. “El Ponzoñoso Señor de la Guerra”, que vivía en África.

Volvió a sumirse en el silencio de la pequeña habitación de hospital, solo interrumpido por las múltiples maquinas que se encargaban de mantener vivo a su hijo. Leyó interesada la superficial explicación que ofrecía el periódico. Así era cómo el mayor superhéroe de la nación había conseguido capturar a otro terrorista que amenazaba con la destrucción del mundo. Se fijó en la foto, en la que un hombre rubio, de anchos hombros e imponente estatura ofrecía a la policía un hombre negro de alborotada melena que se debatía, atado. Pero, de pronto, una pequeña ventana saltó en el centro de la página. “12:30”. El horario de visitas estaba a punto de acabarse, y la alarma del diario empezó a sonar. La anciana la apagó, con un ligero toque, y lo enrolló para meterlo en el bolso.

-Ah, mira, Uno. -dijo hurgando en la bolsa- Te traigo un regalo de tu hermano, un libro de cuentos grabado... casi me olvidaba. Te lo pondré ahora y así te hará compañía un rato.

Dejó la pequeña caja sobre la mesita de noche y pulsó un botón. Se agachó con los auriculares en la mano y se los puso a su hijo tumbado en la cama, con cuidado de no tocar el cerebro. Era una precaución inútil, estaba cubierto de una resistente capa transparente, pero es que a la anciana nunca se le dieron bien los temas tecnológicos. Los globos oculares de su hijo siguieron el movimiento de su madre mientras se despedía, besándole lo que le quedaba de la mano derecha. Los soportes articulados que aguantaban sus globos oculares temblaron ligeramente y se descoordinaron. Solía pasar si los movía mucho y, si tenía suerte, solo duraría media hora. La imagen de la habitación, vertiginosamente borrosa, se distorsionaba y multiplicaba mientras el libro empezaba a leerse. Los aparatos que mantenían a Uno Giandi con vida seguían zumbando.

Al otro lado de la ciudad, Ernesto Giandi leía la misma noticia que su madre, pero lo hacía con gran preocupación. “Nuevo éxito de Átomo!” rezaba la portada del Informador. Con un pequeño toque en la barra de herramientas, accedió a un diario más serio, al que también estaba suscrito. Las letras de sobria tipografía romana del Times sustituyeron las grandes letras de palo del Informador. “El señor de la guerra detenido por las fuerzas antiterroristas”. El tono era mucho más serio, y los detalles más interesantes y menos espectaculares, pero la preocupación de Ernesto se mantuvo inalterada. Pulsó el pequeño icono bajo la fotografía para ver el video en que un triunfal Capitán Átomo llevaba en brazos, completamente atado, a un hombre negro con bastante mal aspecto. Ante los flashes de las cámaras, entregaba al prisionero amordazado al jefe de la policía antiterrorista, embutido en un traje aislante. El capitán átomo saludaba con un gesto a los periodistas antes de alzar el vuelo. El siguiente plano ya era la rueda de prensa con el jefe de la policía antiterrorista, Christian Willis, pero antes de que empezase a hablar, Ernesto notó que le tiraban del pantalón. Pausó el video para mirar a su pequeño perro mestizo. El animal señaló con el hocico el reloj que pendía en la pared.

-Es verdad, es verdad... la hora de la comida.

El perrito trotó, alegre, hacia la cocina mientras su amo dejaba el diario doblado en la mesa.

“El ponzoñoso señor de la guerra” –pensaba mientras abría el saco de pienso- “Qué nombre...”

Y con un escalofrío, añadió “¿Cómo me llamarían a mi?”.

Se agachó para acariciar la cabeza del perro, cuya forma delataba que entre sus ancestros había pastores alemanes, y éste le lamió la mano antes de ponerse a comer con fruición las pequeñas bolitas resecas. Por suerte, le gustaban... tener un perro era ya una rareza, estaban más de moda las mascotas sintéticas, mucho más fáciles de cuidar, por lo que encontrar pienso para perros era difícil y caro. Ernesto hundió la mano en el saco y sacó un puñado de bolitas resecas. Mascó, sonoramente. Qué asco. Pero, por suerte para su perro, había montones de estudiantes sin dinero y solterones sin la más mínima noción de cocina que subsistían a base de pienso para humanos. Mientras se quitaba el sabor de la boca con un vaso de agua, pensó con una sonrisa amarga en Sara, su mujer. Exmujer, en realidad. Seguro que llevaba los dos meses que habían estado separados comiendo pienso... nunca supo manejarse en la cocina. Dejó el vaso sobre el mármol, entristecido. Pensaba en ella, una bella figura de piel pálida y largo pelo negro agachada en el suelo de la cocina comiendo de un plato de perro. No era el caso, claro, pero no podía evitar sentirse culpable. Aunque, frunció el ceño, había sido culpa de ella.

Se sentó de nuevo en la butaca, pero no retomó el diario. Aún recordaba a Sara, cuando se habían conocido en la carrera. Mutagenia. Una disciplina minoritaria a la que se dedicaban solo unos cuantos locos había pasado a ser, de pronto, la carrera de moda.

Eran otros tiempos, y él aún era un joven melenudo que tocaba la guitarra cuando el gobierno presentó en público al Capitán Átomo y a su liga de seguridad. Un gran héroe que había de proteger al País de criminales con habilidades especiales. Ernesto estaba sentado ante el viejo televisor, de los que aún no se integraban en la pared, con su entonces joven madre en el sofá y su padre en una butaca. Era un momento que algunos habían comparado a la llegada de los primeros astronautas a Marte, imborrable de la memoria. Ninguno habló mientras, en la pantalla, el joven vestido con colores llamativos alzaba sin problemas un tanque con sus propias manos y, a continuación, lo rasgaba como si de una bola de papel arrugado se tratase. Pero, pese a que ninguno hablaba, Ernesto sabía lo que pensaban. Viendo a ese hombre con habilidades especiales se sintió muy extraño, expuesto, como si hubiesen revelado por televisión que él era telépata. Pero no lo habían hecho, seguía siendo su secreto.

Un secreto que le había permitido conocer a Sara, pues pese a que muchos de los estudiantes de Mutagenia se dedicaban a ello impulsados por la existencia del Capitán Átomo, Ernesto y Sara tenían otros motivos. Sentado al lado de la atractiva joven morena y delgada, Ernesto captó en sus pensamientos que ella tenía también un secreto: Hacía unos años que había empezado a mover cosas con la mente.

El teléfono sacó a Ernesto de su ensimismamiento.

-¿Sí, diga?

-¿Señor Giandi?

-Sí, soy yo. Digame.

-Lamento informarle de que su madre, Sofia Giandi, ha muerto atropellada. Sus restos se encuentran en el Laboratorio A-5 de la policía criminalística. Podrá venir a recogerlo a partir de mañana.

Ernesto conectó una hoja al terminal del teléfono, para descargarse el mapa para saber llegar y el documento que debería rellenar para retirar el cadáver de su madre y colgó, como en trance. Se dejó caer sobre la butaca. Pronto su perro se sentó a su lado, lamiéndole la mano inerte.

La mujer se llamaba Sara Miller, aunque hasta hacía pocos meses, todo el mundo la había conocido como Sara Giandi, pues al casarse había adoptado el nombre de su marido Ernesto. Lejos de estar a cuatro patas sobre el suelo de la cocina, comiendo pienso en un cuenco de plástico, la mujer acababa de abordar una sabrosa ensalada coronada por dos sardinas en uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad. Su acompañante, un hombre apuesto y trajeado, probó el gazpacho antes de seguir hablando.

-Señorita Miller, ha conseguido que la invite a cenar.

-Lo dice como si hubiese conseguido hacerle hacer algo terrible...

-Nada más lejos, en realidad cuando nos conocimos en el departamento de Mutagenia de la universidad de San Bernard se me pasó por la cabeza hacerlo.

-¿Y cómo es que ha esperado hasta ahora?

-Bueno, no se olvide de que trabajaba usted junto a su marido, el señor Giandi, y que no eran ustedes precisamente discretos...

-Nos acababamos de casar, y todo era muy bonito... pero las cosas han cambiado. –Bebió un trago de vino- Digame, pues.

-El jueves, cuando fui a buscar los resultados de los análisis...

-¿Los análisis?

-Sí, los de aquella clase de secundaria Belga donde se había fundido espontáneamente el metal de todos los pupitres...

-¿Qué ocurre? Los resultados que obtuve eran negativos, ninguna de las muestras de sangre de los alumnos era de un mutante. ¿Es que tus jefes creen otra cosa?

-No, no, el ministerio de Dotados está satisfecho con esos resultados. –El hombre volvió a llenar las copas- Verás, cuando nos vimos el jueves tu estabas muy ocupada analizando sangre traída de ese pueblo en Alaska.

-¡Sí, era una pista muy prometedora! Casi no podía apartar las manos del microscopio para darte los informes...

El hombre bebió antes de mirarla con sus penetrantes ojos verdes.

-Querida, no lo hiciste.

Mientras los dos hombres a los que Ernesto había alquilado cargaban el cuerpo de su madre en la furgoneta, el agente de policía le dio el recibo. Lo leyó, antes de firmar. Indicaba que a su madre se le habían extraído “los siguientes” órganos jóvenes, pero el espacio para decir cuales estaba vacío. Natural, su madre desconfiaba de los transplantes desde que, cuando aún era joven, su padre había muerto víctima de uno de los primeros transplantes de cerebro. Las técnicas para trasladar su conciencia a un cerebro joven, vaciado e higienizado, a la larga fallaron, y sus continuos tics y salidas de tono, que el psiquiatra había diagnosticado como síndrome de Tourette, acabaron derivando en una peligrosa demencia animal que lo condujo a la muerte. Pero no dejaba de ser irónico. De haberse sometido al transplante de piernas que el médico le había aconsejado, su madre no hubiese perdido el equilibrio en el andén y el tren no la habría arrollado.

Eustaquio y Horace se encargaron de llevar el cadáver a las cámaras frigoríficas del cementerio, su trabajo rutinario, y Ernesto se dirigió al aparcamiento, para coger su coche. Ahora venía una de las tareas más penosas, más incluso que ir a buscar a su madre muerta a una comisaría de policía. Sus padres ya no se podían ocupar de su hermano, Uno, así que, ahora, hacerlo era su cometido. Captó los pensamientos del hombre que también bajaba en el ascensor hacia el aparcamiento. Lo consideraba raro. No era extraño, Ernesto solía vestirse con ropa ligeramente anticuada, evitando cosas que él consideraba excesos, como los estampados animados. Pero era de los pocos que lo veía así, de algún modo era un hombre antiguo. Intentó captar algún otro pensamiento del hombre del ascensor, pero sus poderes telepáticos no eran como los que habían pretendido poseer los magos del pasado. No leía la mente como quien lee un libro, sino que captaba pensamientos, conceptos o estados de ánimo como el radioaficionado amateur que utiliza por primera vez su radio, sin saber lo que hace. Llegó al fin al subterráneo 17, donde había aparcado, y se despidió secamente del hombre, que tenía el coche aún más abajo. Se sentó, y el asiento se adaptó a la forma de su cuerpo, pero no arrancó. No sabía si podría ir al hospital. A ver a su hermano. Su pobre hermano Uno. A nadie parecía afectarle, todo el mundo estaba de acuerdo con el sistema. Pero a él le invadía un gran desasosiego cada vez que veía a su hermano tendido en esa cama de hospital. La primera vez, fue a visitarlo con sus padres. Uno tendría trece años, cuatro más que Ernesto. Recordaba con horror el sonido chapoteante de su respiración artificial, la cara desprovista de labios que, con una sonrisa grotesca, observaba a los visitantes. Le tendió la mano a Ernesto, era la primera vez que se veían desde que el benjamín era un bebé, y éste la tomó con horror. Le faltaban todos los dedos menos el meñique, se los habían transplantado a un niño que había sufrido un accidente con un petardo. Ernesto no volvió a pisar el hospital en más de seis años. A todo el mundo le parecía perfectamente normal que todos los primogénitos fuesen destinados, en vida, a los transplantes, pero a Ernesto la simple idea de los bancos de órganos le horrorizaba. Y la segunda vez que fue a verlo, un día que su madre estaba demasiado enferma para ello y su padre yacía ya liofilizado en un nicho a las afueras de la ciudad, la cosa fue peor. Ya tenía poderes telepáticos, y penetrar en ese edificio lleno de habitaciones y habitaciones de donantes, de “putas de carne”, como los llamaban popularmente, fue como sumergirse en centenares de pesadillas agónicas de dolor y sufrimiento, todas a la vez. Sentado en el coche, temblaba. Pero, como su único pariente vivo, tenía que ir al hospital. O, si no, a la cárcel.

La voz del lector seguía sonando sobre los oídos artificiales de Uno. Orientó los ojos hacia el reloj de la pared, y comprobó que no se equivocaba. Mamá llegaba tarde. Hacía, además, un par de horas que los calmantes habían dejado de hacer efecto, y la enfermera no volvía a pasar para darle otra dosis. Pero sabía que pulsar el botón para llamarla, si es que lo encontraba, sería inútil. Y como ya estaba acostumbrado, siguió escuchando el cuento mientras se sentía la carne abierta y hurgada por todo el cuerpo. El cuento decía, en ese momento, que el protagonista bebía una “humeante taza de café”,y lo describía como una actividad placentera. Beber. ¿Cómo sería eso? Los cuentos hablaban de cientos de cosas que él no había hecho nunca, como beber, comer, hablar, andar, tomar el autobús o disparar. Había visto como se hacía en películas, y entendía la necesidad de algunas de esas cosas, pero no podía dejar de pensar si, de poder, él se dedicaría a ducharse o hacer el amor. Estaba empezando a dormirse cuando la puerta del cuarto se abrió. Entró un hombre joven y de aspecto mareado, con el pelo de un castaño oscuro y una cuidada perilla que le enmarcaba la boca. Vestía un traje marrón y un abrigo también pardo. ¿Quién sería ese hombre marrón? Intentó forzar la vista hacia la puerta, pero como siempre que forzaba la maquinaria que le aguantaba los ojos, ésta se descontroló y empezó a moverlos de forma errática y descoordinada. Pese a todo, percibió el desasosiego del hombre marrón. Le miraba, pálido, con una expresión que tanto podía ser de dolor como de asco, sin moverse de la puerta. El cuento seguía leyéndose, imperturbable. Los minutos pasaban, y los ojos empezaron a centrarse de nuevo. Había tenido mucha suerte, muy pocas veces paraba el error a los diez minutos. Pero el hombre pardo seguía delante de la puerta, tembloroso y llevándose las manos a las sienes. Pero, finalmente, dio unos pasos y Uno pudo verlo mejor. ¡Era, sin duda, su hermano Ernesto! ¡Hacía muchísimo tiempo que no lo veía!

Alzó hacia él la temblorosa mano biológica que aún conservaba, y Ernesto la tomó.

-Hola, Uno. Soy yo, tu hermano Ernesto.

Se sentó en la silla que mamá solía ocupar. Estaba en silencio, y parecía concentrarse en algo, aunque no conseguía saber en qué.

-Si no me equivoco, mamá ayer te dio mi regalo. Cuentos nuevos.

Uno sabía que Ernesto pensaba en él, y con mucha frecuencia le mandaba a través de mamá historias que ella añadía al reproductor que descansaba sobre la mesa.

-¡Dios, Uno, esto está encendido! –Ernesto había cogido el cuadradito negro del que brotaban los cuentos- ¡Mamá se equivocó y lo puso en reproducción continua!

¿No, Qué hacía? No, Ernesto, no apagues los cuentos. ¡No lo apagues! ¡No lo apagues! Uno levantó el brazo, pero sus torpes movimientos eran incapaces de cualquier efusividad. ¡No lo apagues! ¡No lo apagues! ¡No lo apagues! Pero no podía pronunciar palabra. Y su hermano lo apagó. No, Ernesto, no lo apagues...

Y entonces su hermano lo miró a los globos oculares, sorprendido.

-¿No quieres que lo apague?

A Uno le dio un vuelco el corazón. Aunque hiciese años que latía en un pecho ajeno. Parecía que su hermano había entendido lo que le decía.

-No, no quieres que lo apague... Ya veo que estás sorprendido. Bueno, a ti puedo decírtelo, ¿A quién se lo ibas a contar? –Pulsó play- Tu hermano pequeño sabe leer mentes, Uno.

David estaba tumbado en la cama, de una altura y anchura especial para acomodar su grandísimo cuerpo. Tarareaba la cancioncita de los créditos de los Increíbles Gatos Policías, sus dibujos animados favoritos, y seguía el ritmo con su pie descalzo. Christian había estado contento con él, y eso a él le hacía estar contento. Aunque no sabía qué había hecho ese negrito al que había atrapado, el negrito había mandado a sus secuaces a atacarle, y eso no le había gustado.

De pronto, notó un estremecimiento en el aire. Sabía lo que eso significaba.

-Qué, Capitán Átomo, ¿Cómo vamos?

La inmensa figura se alzó de un bote.

-¡Esteban! ¡Has vuelto!

-Puedo hacerlo más frecuentemente desde que convenciste a los tuyos para que quitasen la cámara de seguridad de tu cuarto.

-¡Hermanito, estoy contento de verte!

-Yo también, grandullón. –El hombre, delgado aunque musculoso, se sentó sobre la cama, al lado de su hermano. –He sabido que habeis atrapado a Pierre.

-¿A quien?

-Un hombre alto y delgado, negro, con el pelo largo y...

-¿El negrito? El negrito no me gusta.

-Ya veo... ¿Por qué?

-¡Mandó a sus secuaces a que me atacasen!

-Bueno, acababas de volar el techo de su base subterránea, no me parece una reacción tan terrible.

Los ojos azules de los dos hermanos se encontraron.

-Pero yo gané. ¡Y los secuaces eran muy fuertes! –se dio una palmada en el pecho- Soy el más fuerte.

-Los zombis de Pierre siempre fueron fuertes. ¿Qué ha sido de ellos?

-Están en el laboratorio. ¿No?

-Ya te lo diré. Nos vemos, hermanito.

-¿Me traerás algo la proxima vez que vengas?

-¡No puedo dejar rastros, David! Recuerda, tu eres el héroe más grande de la tierra y yo un peligroso terrorista.

-Oh, vaya... ¿Pero por qué dicen que eres terrorista?

-Les doy miedo. Me voy, grandullón.

-¡Espera! ¿y algo de comer? ¡Si me traes comida, me la como y como estará en mi barriguita no quedarán rastros!

El hermano menor sonrió.

-Está bien, te traeré alguna comida muy especial.

-¡Bien!

-Adios, hermano.

Su figura desapareció como en uno de esos efectos de montaje de las películas antiguas en que se paraba la camara para que el actor se marchase.

-¡Adios! –Dijo alegre el Capitán Átomo. Se tumbó en la cama y empezó a tararear la canción de los Increíbles Gatos Policías.

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