viernes, 6 de noviembre de 2009

Otra cita de Dick, que podría dar un bonito cortometraje.

"LOS DÍAS DE PERKY PAT "The Days of Perky Pat" ("In the Days of Perky Pat") [18 de abril de 1963] en Amazing, diciembre 1963.
Los días de Perky Pat se me ocurrió un día al ver a mis hijas jugando con unas barbies. Obviamente, estas muñecas anatómicamente hiperdesarrolladas no estaban diseñadas para el uso de los niños o, para ser más precisos, no deberían haberlo estado. Barbie y Ken eran dos adultos en miniatura. La idea era que había que seguir comprándoles más y más ropa a fin de que mantuvieran el tren de vida al que estaban acostumbrados. Tuve una visión en que Barbie entraba en mi dormitorio de noche y me decía "Necesito un abrigo de armiño". O, peor aún, "Eh, chicarrón, ¿Quieres hacer un viaje a Las Vegas en mi Jaguar XKE?". Me entró miedo que mi esposa me sorprendiera con Barbie y nos pegara un tiro.
La venta de Los días de Perky Pat fue muy fácil, porque en aquella época Cele Goldsmith, una de las mejores profesionales del medio, era la editora de Amazing. Avram Davidson, editor de Fantasy & Science Fiction la había rechazado, pero más tarde me contó que, de haber sabido de las muñecas Barbie, posiblemente no lo hubiese hecho. Me cuesta creer que alguien no conozca a las muñecas Barbie. A fin de cuentas, yo tenía que hacer frente a sus caros caprichos constantemente. Era tan difícil como mantener en funcionamiento mi aparato de televisión: el aparato siempre necesitaba algo, y lo mismo le pasaba a Barbie. Siempre pensé que Ken tendría que comprarse su propia ropa.
Aquella época (comienzos de los años sesenta) fue muy prolífica para mí, y algunos de mis mejores relatos y novelas datan de entonces. Mi mujer no me dejaba trabajar en casa, así que alquilé una pequeña cabaña por veinticinco dólares al mes, a la que me iba a trabajar todas las mañanas. Estaba fuera del condado. Lo único que veía durante el trayecto eran unas pocas vacas en sus pastos y mi propio rebaño de ovejas, que nunca hacían otra cosa que caminar tranquilamente detrás de los pastores. Aquella cabaña en la que me pasaba los días enteros era terriblemente solitaria. Puede que echara de menos a Barbie, que estaba en casa, con los niños. Así que es posible que Los días de Perky Pat fuera la expresión fantasiosa de mis propios deseos. Me habría encantado ver aparecer a Barbie -o a Perky Pat o a Connie Companion- en la puerta de mi cabaña.
Lo que sí apareció fue algo espantoso: la visión del rostro de Palmer Eldritch, que se convertiría en la base de la novela Los tres estigmas de Palmer Eldritch, generada por el relato de Perky Pat.
Un día estaba caminando por la acera que llevaba a mi cabaña, preparándome para hacer frente a ocho horas de escribir en un aislamiento total de la especie humana, cuando levanté la mirada hacia el cielo y vi una cara. No la vi en realidad, pero estaba allí, y no era una cara humana; era el semblante de una maldad absoluta. Ahora me doy cuenta (y creo que también lo hice en su momento) de que lo que provocó aquella visión fueron los meses de aislamiento, la privación de todo contacto humano, la ausencia, de hecho, de estímulos sensoriales... En cualquier caso, el semblante estaba allí, imposible de ignorar. Era inmenso. Ocupaba una cuarta parte del cielo. Tenía dos ranuras vacías en lugar de ojos, era metálico y cruel y, lo que es peor, era Dios.
Subí al coche y fui a mi iglesia, la episcopaliana de Saint Columbia, donde hablé con mi pastor. Tras escucharme, llegó a la conclusión de que había vislumbrado a Satán por un momento, y me dio la extremaunción. No la extremaunción final, sino una puramente curativa. No me sirvió de nada: el rostro de metal seguía en el cielo. Estuvo allí todo el día.
Años más tarde, mucho después de haber escrito Los tres estigmas de Palmer Eldritch y habérselo vendido a Doubleday (la primera vez que les vendí una de mis obras), me encontré con un retrato en un número de la revista Life. Se encontraba en un búnker de observación construido por los franceses en el Marne, durante la primera guerra mundial. Mi padre había combatido allí durnante la segunda batalla del Marne. Mi padre pertenecía al Quinto de marines, una de las primeras unidades norteamericanas que llegó a Europa para participar en aquel espantoso conflicto. Cuando yo era muy niño me enseñó su uniforme, con la máscara de gas, el equipo de filtración y todo, y me contó que, durante los ataques con gas, a los soldados les entraba el pánico cuando se saturaba el carbón de sus sistemas de filtración y algunos llegaban a arrancarse la máscara y echar a correr. Yo sentía una enorme ansiedad al escuchar esas historias. Y también al ver a mi padre jugando con su máscara y su casco. Pero lo que más me aterraba era cuando se la ponía. Su rostro desaparecía. Dejaba de ser mi padre. De hecho, dejaba de ser humano. Yo solo tenía cuatro años. Cuando mis padres se divorciaron, pasé años sin verlo. Pero su imagen con aquella máscara, fundida con los relatos de hombres con las tripas colgando, hombres destruidos por la metralla... Décadas después, en 1963, al caminar un solitario día tras otro por aquella senda campestre, sin nadie con quien hablar, sin nadie con quien estar, volví a ver aquel semblante metálico, ciego, inhumano, solo que esta vez trascendente y vasto, completamente maléfico.

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