jueves, 24 de diciembre de 2009

Vómito Mental sobre el Tió

El Tió... Llevo un mes royendo, a escondidas, antes de irme a la cama, manzanas, mandarinas, peras y kiwis por culpa del Tió, que me devuelve la mirada como si nada con ojos planos y desencajados, ligeramente borrosos, con sonrisa estúpida, con esa miniatura de barretina de tela áspera y barata clavada en la cabeza.
Se trata del Tió de mi hermana pequeña. Un minúsculo leño cilíndrico, no distinto de lo que ardería en una gran hoguera, pero que se salva porque cuenta con un sombrero tradicional, una cara basta, una nariz de corcho de botella y un par de patitas extraviadas, sustituídas también por tapones de corcho. En resumen, que es un tronco ligeramente antropomórfico. El primo feo de Pinocho.
Ese ser que dormita junto al enorme televisor de plasma me hizo descubrir cómo funciona normalmente el asunto tió en las casas catalanas.
Para empezar, he descubierto que hay hogares a los que llega de pronto, se planta ante la puerta y llama al timbre. En mi casa, en cambio, un padre de espalda achacosa o un sacrificado hermano mayor se encargan de localizarlo entre los múltiples altillos, limpiarlo de la ligera capa de hongos que le crece por encima y adecentarlo reparando narices o patichuelas estropeadas.
Además, descubrimiento curioso, he sabido que se le rinde una especie de culto en el que se alimenta al tronco, lógico si se tiene en cuenta que el objetivo final es que "cague".
Pero, ¿Qué come? y, lo más importante, ¿Qué caga?
La tradición suele indicar que produzca alimentos, del estilo de turrones y golosinas, pero no son pocas las veces que un niño hace rodar por las paredes un coche de origen Tionenco. Algunos padres, además, deciden que, qué diablos, este año le querían comprar a Susi unos esquís i que por qué no los caga el Tió.
¡ANORMALES! ¡La lógica de carácter mágico en la que se sustenta el Tió ya es lo suficientemente endeble como para que, encima, vayamos forzando las propias reglas internas del asunto!

Pero a mi me pasa una cosa, con todo esto del Tió. Estos pequeños tronquicillos con cara y barretina que se cubren con una mantita y se golpean con el palo de serie para que caguen Kinder SchocoBons me parecen ridículos. Antropológicamente fascinantes, sí. Una metáfora de la ganadería muy reveladora, vale. Pero ridículos.
Les falta el aura que había tenido la celebración cuando yo era pequeño:

En casa de mi abuela, había un Tió. Uno al que no se alimentaba. Uno que no aparecía con su cara de bobo a la puerta de casa o descendía de un altillo con el corcho de la nariz estropeado.
El Tió de mi infancia era un enorme tronco irregular, hueco, antiguo. Un elemento mágico sin caritas sonrientes, sin patitas, sin chorraditas.
Y no se le cubría con la mantita que rescatabas de un armario porque no estaba en ninguna cama en ese momento. El Tió se cubría con una recia tela de lana, de aspecto primitivo, campestre, salvaje.
Y lo golpeaba con viejos palos de escoba, más altos que yo, cantando largas invocaciones de lenguaje arcaico, y por tanto misterioso para un niño pequeño, hasta que partía el palo por la mitad.
No era un simpatico mickey mouse catalanista de madera. No era un bichito extraño que "cagaba" después de darle comiditas. "Cagar" era una palabra técnica, alejada del defecar normal y corriente. Mi tió era místico, primigenio, tenía un aura especial.
Era el primo de pueblo del cuerno de la abundancia.

Y ese es el tió que tendrán mis hijos.

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