jueves, 1 de octubre de 2009

Noche estrellada.

El calor que desprendía el cuerpo rollizo de Diego solía ser una molestia cuando se sentaba tan cerca, pero en el frío del mirador del Tibidabo en el que nos encontrabamos, resultaba relativamente agradable. Delante, sujetando el móvil con el altavoz encendido, estaba Leopoldo, bajito y tosco, para que pudiésemos escuchar la conversación. Y más allá, a través de las ondas telefónicas, nuestro viejo amigo Pau.
Normalmente, los cuatro ibamos las noches de los viernes al Tibidabo, a los varios miradores, buscando alguno no demasiado concurrido. Era entonces cuando Leopoldo lamentaba su reciente ruptura con su novia, a la que había dejado por infiel. Y cuando Diego, sentado demasiado cerca, insultaba a las mujeres con su particular mezcla de vulgaridad y resentimiento acumulado: su novia lo había dejado, por razones nunca conocidas, hacía ya cuatro años, cuando todavía era delgado y se vestía con camisetas de grupos de música alternativos.
El resto de la tropa éramos yo, largo y delgado, de miembros huesudos y cabeza enorme y pelada, incapaz de establecer una relación normal con la mayoría de seres humanos y, especialmente, con una mujer, y Pau, de aspecto poco notable excepto por el pelo extremamente rizado y con tan poca experiencia con el sexo femenino como yo, pese a su mucho menor dificultad para relacionarse con las damas.
Y eran precisamente estos dos últimos elementos los que nos habían reunido esa noche en el Tibidabo alrededor de un teléfono. Pau había ido a cenar a casa de una "amiga", que como ninguno de los tres sabía recordar como se llamaba, había recibido el mote de "La del e-mail".
Mote derivado, y todo acaba relacionándose, con el hecho de que, tras una fiesta, le mandó a Pau un e-mail diciendole que le parecía "mono". Por ello le había invitado a cenar a su casa. Y por eso estábamos los tres escuchando atentamente los tonos del teléfono de Pau.

Por fin contestó. Nervioso, como siempre que hablaba por teléfono, con un tono de voz mínimamente ahogado.
-¡Buenas! -Exclamó Leopoldo con su voz grave y ronca- ¿Cómo te va, tío?
Pau, telfóbico, respondió que bien.
Estábamos emocionados por él, pero yo, en mi costumbre de intentar quitarle importancia a cosas que puedan tenerla, pregunté por lo único que a nadie le interesaba.
-¿Bueno, Pau, y qué te ha dado de cenar?
Pau empezó a pronunciar una respuesta (mac...) cuando, en uno de sus tradicionales exabruptos, Diego escupió con voz de hincha en el campo -¡CARNE EN BARRA!
-¡Diegoooooo! -nos quejamos Leo y yo, al unísono mientras el aludido se reía a voz de grito mesándose la larga barba desordenada que le nacía en el cuello y se le desparramaba por el pecho.
Iba a decirle a Pau que siguiese hablando cuando, a través del pequeño altavoz, lo oí.
-yo no... pero ella sí.
En ese momento no supe qué decir. Los demás estallaron en vítores masculinos de los que se usan para decir "Machoteee" o "Mostruooo". Pero un peso, que hasta entonces no sabía que pendía sobre mi, se desplomó y me aplastó las entrañas.

Seguí escuchando el relato susurrado de Pau siendo el único miembro del cuarteto que no había tenido nunca nada con una chica.

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