lunes, 19 de octubre de 2009

Defendiendo al amigo

Las brumas del alcohol y el tabaco humeante. El estupor de la bebida. Las masas de desconocidos. Los olores desagradables. Siempre describo la noche con las mismas palabras.
Pero el caso es que estabamos en un famoso bar, con sus sillas, sobadas anteriormente por cientos de culos borrachos, sus mesas, andrajosas y pegadizas, bebiendo de los pequeños vasos idénticos los licores servidos de jarras iguales, todo manoseado y rechupeteado por generaciones de individuos alcoholizados.
Pero, eh, ¡Que me gusta ir ahí con los amigos! Al menos con los amigos con los que me gusta emborracharme.
En fin, que estabamos en el bar de marras, pero no como íbamos a veces con los colegas. Esta vez era por un cumpleaños. El de la novia de mi amigo.
Ya hacía un rato que habíamos estado bebiendo y jugando a uno de esos absurdos rituales que mediatizan la consumición de alcohol y crean una dinámica social mucho menos aparentemente deprimente que el simple beber en compañía. Una chorrada. ¿Que me divertía, eh? Pero llevabamos ya lo suficiente como para que el alcohol y el cansancio ya de hacer el primo hicieran que los contertulios beodos empezasen a deambular por ahí. Cambios de sitio, meadas urgentes, salidas a tomar el aire...
Los tiparracos que se apresuraban por la taberna apestosa eran, en su mayoría, amigos de la novia de mi amigo y del amigo en cuestión, pero no amigos míos.
Y entonces esta amiga mia, novia de mi amigo, que hasta ahora había estado sentada entre él y yo, se levantó y se dirigió con pasos temblorosos a sentarse junto a uno de sus amigos. Un tipo vulgar, barbudo como todos los amigos de ella (y del novio), relativamente rollizo. ¿Un buen tío, eh? Bromeaban, reían, y en algún momento, ella le abrazó.
Las alertas se dispararon. No podía evitar sentir una especie de agresividad contra el tipo. ¡Esa era la novia de mi amigo!
Me pasa, cuando bebo.
Pero la fiesta en cuestión siguió con tranquilidad, y quizás tras una hora de tragar mezclas afeminadas de espirituosos flojos, la amiga se había sentado al lado de otro de los tipos. Barbudo, siguiendo la desaseada tradición, con la cabeza rapada en un intento de ocultar su ridícula calvicie.
Con su, ja ja, increíble ingenio, soltaba la lascivia empaquetada en pequeñas píldoras de humor. Cojonudo el tío, no me malinterpreteis. Pero el caso es que tuvo suerte de que no pudiese levantarme de la trompa de mamut que llevaba a cuestas, porque ¿Qué coño se creía que hacía? ¡Esa era la novia de mi amigo!
Pero el tipejo en cuestión sonreía también ante las bromas...
Ya no veía de qué cantidad era el billete que acababa de poner sobre la mesa para pagar la ultima jarra cuando ella volvió a sentarse entre su novio y yo mismo.
Las conexiones de mi maltrecho cerebro luchaban para ver algo entre la espesa oscuridad del sitio, con su música mal calibrada y las paredes excéntricamente decoradas. Una cabeza de animal por allí. Un antiguo anuncio de supositorios por allá. Una serie de discos que nadie conocía, colgados siguiendo alguna lógica insondable. Una horterada, en resumen.
La amiga paga la otra mitad de la jarra. Compartimos el brebaje y le digo algo, el alcohol ya me ha hecho olvidar el qué, ingenioso aunque algo picante. Se ríe y me abraza, cariñosa. Mientras tanto, mi amigo se ríe.
Mierda.
Llevo... dos años haciendo lo mismo que los barbudos. Pero soy un tío estupendo, ¿Eh?

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